Entre el primero y el último

Fui a mi primer festival de cine gracias a un curso universitario de verano, “El auge del cine documental en España”, que se celebró en El Escorial en verano de 2002. Fernando Lara, coordinador del mismo y entonces director de la Seminci, nos ofreció a los participantes interesados una acreditación para “Tiempo de Historia”, la sección del festival dedicada a la no ficción, durante la 47ª edición del certamen (la de Ser y tener y El efecto Iguazú; también la de Sweet Sixteen y Happy Times). Y allá que fui a finales de octubre. Durante unos días, cambié el aula de Periodismo en Salamanca por un hostal pucelano; en realidad, por los cines de la capital castellanoleonesa. Allí aprendí a comer cualquier cosa entre proyección y proyección, a resistir en la butaca, a experimentar un festival solitariamente y a mantener la fórmula diarística que fue mi comienzo en la escritura sobre cine, una sucesión informal de notas de contexto e impresiones subjetivas a raíz de los títulos visionados cada jornada. Tras las primeras dosis seguidas, se iban activando–por sí solos–saltos y conexiones de una película a otra. Aquellas líneas incorporaban pronto flechas, círculos y pequeños apuntes en los márgenes. En mi primer festival, también intuí que lo mío no sería la crónica periódica a pie de sala –aunque la disfrute como lectora, en general soy de digestión y parto lentos para la escritura–, sino el balance reposado a toro pasado.

Cinco años después, mi mudanza a Barcelona me descubriría el festival de Sitges y su fenómeno fan. Recalaría en él gracias a otro curso durante el que conocí la posibilidad de optar al Jurat Jove del certamen catalán, así como a otros compañeros de profesión y de pasión. Allí experimentaría el formato de crónica compartida que en Transit hemos probado alguna vez que otra, bien como sucesión de constelaciones temáticas sugeridas por la programación de turno, bien mediante un diálogo o correspondencia mantenida con otro(s) colega(s) de vivencias festivaleras. Aquellas conversaciones reales tras las proyecciones en los cines Prado, Retiro o en el Auditorio y los intercambios escritos virtuales fueron claves para comprender que la cinefilia también se alimenta en gran medida junto a los otros.

Mi festival más reciente ha sido el 5º Festival de Cinema d’Autor de Barcelona, con el que colaboré en calidad de coordinadora de una experiencia piloto, el Campus D’A. Y ahí volví a comprobarlo tras una intensa etapa personal de crisis con la crítica (y sus precariedades). Se escriba o no se escriba sobre cine, el intercambio de puntos de vista y entusiasmos con los demás (y, en concreto, con críticos más jóvenes) es uno de los motores esenciales para mantener activa–y cuidar–la capacidad de reflexión sobre lo que vemos y para reciclar las motivaciones propias. Al menos, para quien esto subscribe.

© Covadonga G. Lahera, 06-09-2015