Premio José Luis Guarner a Bone Tomahawk (Sitges 2015)

Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler

 

Las películas del oeste siempre han sido territorios propicios para la reflexión sobre el encuentro (y desencuentro) de tiempos y civilizaciones. Si el western clásico hablaba entre líneas de la construcción de la nación a través de una cierta legislación de la barbarie -generalmente contra el habitante primigenio-, el western crepuscular se ocupaba de marcar un espacio donde el capitalismo llegaba y, con él, las nuevas formas arrasaban desproveyendo poco a poco a los arquetipos conquistadores de su esencia. El western, pues, recoge tanto el nacimiento como el desmantelamiento de un cierto orden y es en este sentido un género que habla tanto del pasado como del futuro de un país (y de un cine) siempre obligado a adaptarse a su tiempo. ¿Qué ocurre, pues, en un instante diegético intermedio en el que ambos contextos se fusionan en un mismo espacio? ¿Qué ocurre en un patio de butacas como el actual donde la plasmación de la muerte del western en pantalla ya pertenece tan al pasado como la de su crecimiento?

 

Bone Tomahawk es un western de frontera entre dos terrenos y civilizaciones, pero también entre ambas ideas. Aquí el tren todavía no ha hecho acto de presencia, pero, al mismo tiempo, el único indio de la película está ya integrado en un poblado que, no por casualidad, se llama Bright Hope. El enemigo a batir no es ya el inexorable avance del capital en forma de democracia, ni tampoco el salvaje piel roja, sino un ente albino y caníbal que no sólo se dedica a poner en cuestión las bases del sistema sino a devorarlo a través de la constatación de que lo primitivo es ya el único elemento que puede llegar a generar auténtico miedo. Así, comenzamos el viaje asistiendo a la aventura de un grupo de personajes que se embarcan en una misión de rescate pero que también se enfrentan de esta forma a su propio final frente a ese pasado pervertido, anterior a toda civilización. Y es en este sentido que la ausencia de reglas marcadas deja a sus protagonistas obligatoriamente fuera de juego: el western camina hacia el terror o, lo que es lo mismo, el western de frontera señala también, en este caso, la frontera entre los géneros.

 

Al otro lado se encuentra, pues, el híbrido: el western como terror y el terror como western.  Un slasher disfrazado donde la criatura asesina no tiene lenguaje propio porque su idioma pertenece a otro tipo de cine. De este modo, el caníbal no tiene voz del mismo modo que la madre del monstruo no tiene ojos porque ambos se saben parte de otro mundo, un mundo de la carne donde el caldo no existe porque las armas se construyen con huesos. Para ello, Bone Tomahawk dirige con mimo a todos sus personajes de modo que la desintegración se haga todavía más dolorosa. La forma de moverse de los actores, su manera de hablar, su fisionomía, se complementa con el cariño con que están planteados, escritos y complementados su roles. El héroe doméstico, por ejemplo, está lisiado y avanza a trompicones, pero es precisamente ese paso roto y auto consciente el que le permite ganar tiempo para llegar al otro lado del género. El sheriff dispara primero y pregunta después, pero es ya plenamente consciente de que esta decisión impulsiva conlleva la aceptación de una serie de responsabilidades fatales. El viejo ayudante, resquicio de un ayer que no volverá, se sabe parte de un circo de pulgas donde creer en el espectáculo le hace merecedor del mecanismo que propicia el movimiento hacia delante. El burgués cuenta por decenas la cantidad de indios que ha masacrado, pero ello no le sirve de ayuda cuando llegado el momento comprueba que la nueva amenaza no tiene nada que ver con el orgullo… La aventura sigue siendo clásica, pero el enfrentamiento es tanto contra el enemigo externo como contra la propia desaparición.

 

Lo único que realmente vincula uno y otro universo es la aceptación de Dios como el respeto último. Por un lado, porque hasta los forajidos saben que quemar las biblias saqueadas es una opción imposible; por otro porque pisar un cementerio atávico es una afrenta que debe ser castigada. La creencia es, pues, el motor del relato, pero también su espíritu. En este sentido, el trabajo de S. Craig Zahler consigue un imposible: a través de la fe en el Olimpo del género (Ford, pero también Hawks, Eastwood o Boetticher) se desvirtúan respetuosamente los versículos según convenga. No se trata tanto de redactar un nuevo testamento como de llevar a cabo una nueva lectura: una donde la muerte se replantea desde la puesta en escena. El artificio es evidente, pero la realidad sigue estando depurada en todo momento. Aquí hay conversaciones dilatadas y ritmo pausado pero también violencia extrema y puntuaciones secas. Hay amor y sacrificio por hombres y mujeres, pero también por los caballos y por la leyenda. La acción fastuosa de la batalla se ausenta para dar paso a una intimidad que se convierte en pura épica. El clímax se resuelve de manera implícita porque el relato ya ha quedado claro de antemano. La expedición es, como la película, siempre expeditiva. Los supervivientes son tanto el pasado como el futuro porque la realidad intermedia ya estaba condenada.

 

Bone Tomahawk no es clásico porque es consciente del recorrido previo, pero tampoco es crepuscular porque sabe que queda mucho camino por delante. Más allá de ritualizar en imágenes un bautismo o un entierro del género, la película celebra la aparición de una nueva forma, una que toma los aledaños como centro y la frontera como punto de partida. Así, los rastros en forma de piedras señalan un camino de ida pero no el de vuelta porque como todo buen western sabe, por encima del género, aquí lo que más importa es el horizonte.

Joan Mirallet Valls

Endika Rey

Daniel Jiménez Pulido