‘El mar nos mira de lejos’, ganadora del premio de la crítica en L’Alternativa 2017

Ya desde la película inaugural, esta 23ª edición del festival L’Alternativa apuntaba maneras. Lucrecia Martel daba el pistoletazo de salida con Zama a una sección oficial repleta de propuestas que, siempre desde los márgenes, nos hablan de riesgo, de compromiso, de tomar partido. En su apuesta por un cine militante desde lo político hasta lo cinematográfico, el festival acierta con películas que difuminan la típica frontera entre la ficción y el documental. Es el caso de dos de las ganadoras de esta edición: por un lado, A fábrica da nada, de Pedro Pinto, premio del jurada oficial; por otro lado, la ganadora del premio de la crítica, El mar nos mira de lejos, de Manuel Muñoz Rivas.

El antropólogo francés Marc Augé abría su libro El tiempo en ruinas con la siguiente cita: «La contemplación de las ruinas nos permite entrever fugazmente la existencia de un tiempo que no es el tiempo del que hablan los manuales de historia o del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que no está presente en nuestro mundo de imágenes, simulacros y reconstituciones, que no se ubica en nuestro mundo violento, un mundo cuyos cascotes, faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas. Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al arte.» En su primer largometraje, Manuel Muñoz Rivas realiza un ejercicio de arqueología a través de las imágenes para recuperar, mediante el arte, como apuntaba Augé, el tiempo perdido entre las dunas de Doñana. Allí, unos pocos hombres solitarios, pescadores ermitaños que habitan cabañas destartaladas frente al mar, resisten el envite del viento que arrastra cada grano de arena y amenaza con enterrarlos. Con la magnífica fotografía de Mauro Herce, El mar nos mira de lejos plasma en pantalla la profundidad de todas las capas de tiempo sobre las que se asienta esta pequeña colonia de resistencia. Habitan el corazón del parque natural, paradójicamente ajenos al paso del tiempo, ignorando las huellas de un pretérito que cada una de las olas se afana en borrar. Así, la propuesta de Muñoz Rivas se asemeja a un palimpsesto arqueológico de la memoria. Hay, en ese sentido, un tratamiento del paisaje (y de los cuerpos que lo habitan) como realidad política, y no solo natural. Es muy lúcida y bella la forma de relacionar el paisaje y sus habitantes con los estratos dispersos de la memoria. Y con todo, la película no renuncia en ningún momento a lo estético; al contrario, sabe aprovechar la belleza inhóspita del espacio para construir una densidad visual arrebatadora. Como si la propia imagen, en complicidad con la generosa belleza del paisaje, se esforzaran en una suerte de operación de rescate de la memoria.

Ese perfecto matrimonio entre el cuidado tratamiento de lo natural y lo humano y sus relaciones viene sustentado por el tiempo del cineasta. Un rodaje puede suponer una oportunidad de reescribir una película, regalándole tiempo al tiempo y regalándose el cineasta a sí mismo la oportunidad de entender las posibilidades que la realidad que hay frente a la cámara puede ir ofreciendo. De este modo, Muñoz Rivas escoge un ritmo pausado, priorizando los planos largos, para ofrecernos una experiencia hipnótica y sensorial, para transportarnos a un tiempo y un espacio que parecen en suspenso, ajenos a la historia. Y así, en esa especie de limbo en el que suspende el filme, la mística del paisaje se mezcla con lo cotidiano: una historia de amor, una canción al atardecer, un autobús de turistas que visita Doñana… parece que esta vetusta forma de vida se resista a transformarse en leyenda; se empeña en no convertirse en una ruina perdida del futuro. Y así es como la memoria del pasado, el retrato de un presente suspendido y el acecho de un futuro aniquilador transpiran en cada fotograma.

Si el mar aparecía como ese espectador acechante en la película de Muñoz Rivas, en El mar la mar, la película de Joshua Bonetta y J. P. Sniadecki que mereció una mención especial por parte de este jurado, el mar es una idea lejana, una metáfora del espacio también ruinoso que retrata. La ruina a la que se refiere esta cinta es más social que física. Esta especie de cartografía fílmica del desierto de Sonora, plagado de pequeños hitos en forma de vestigios de todas las personas que han intentado cruzarlo, asume distintos riesgos formales y visuales. El plano vacío es una forma de representación de la ruina especialmente lúcida y desoladora. La ruina no solo es una cuestión física, visible y palpable; a menudo, lo que importa de la ruina no es lo que se ve, sino lo que ya no está y, sobre todo, lo que es capaz de evocar. Y un plano vacío es un punto límite en la representación de la ruina porque es esencialmente evocación, invisibilidades y ausencias. 

Lo relevante, la verdadera sustancia de estos planos vacíos nada tiene que ver con el fuera de campo. Habitualmente, en el lenguaje cinematográfico, cuando se encuadra un plano vacío cabe suponer que la acción ocurre fuera de los márgenes del plano. Nada de eso ocurre en esta película: se trata de una imagen cargada de «invisibilidades», todo ocurre, ha ocurrido, incluso está por ocurrir en el interior del plano. La película lleva al límite las posibilidades representativas de un plano vacío convirtiéndolo en imagen en negro y permitiendo que desde el interior de esa pantalla negra surjan los fantasmas que se asientan sobre una frontera llena de cadáveres, que son las ruinas amontonadas de una ignominia.

© Carlos Balbuena, Víctor Blanes y Marina Laboreo, 2018