Algunas cosas sobre festivales de cine

Decir, para empezar, que no sé hasta que punto mis impresiones tienen legitimidad en este debate, puesto que casi siempre que he cubierto festivales de cine, lo he hecho desde una independencia prácticamente total. Alguna vez he tenido que entregar textos que se ajustaran a una extensión y a unas ciertas pautas de estilo, sí, pero eso no ha sido lo habitual y siempre he podido hacer un poco lo que he querido. Me resisto a llamarme a mí mismo crítico: primero, por respeto a la profesión y a los compañeros, y segundo, porque cada vez pienso más que quizá lo mío sea otra cosa, que quizá me interese, simple y llanamente, escribir, y no tanto el esforzarme denodadamente —lo sigo haciendo, a épocas, qué remedio, hay que sobrevivir— en arañarme un nicho en la maraña de la actualidad cinematográfica, para que me vayan pagando, de cuatro duros en cuatro duros, por escribir reseñas y artículos. Supongo que en eso estamos un poco todos, o la mayoría: en encontrar un equilibrio entre el hacer cosas que nos den dinero y el dedicarnos a seguir los caminos que nos dictan el corazón y nuestras amigas las intuiciones. No ocultaré que nunca he sufrido grandes escaseces económicas o materiales; quiero decir, que no soy para nada un rico, y estoy lejos de ser siquiera un mileurista, ahora mismo, pero mis padres me siguen ayudando —qué remedio, otra vez, no pretendo sonar frívolo tampoco— y no me faltan las cosas básicas de la supervivencia. Supongo que esas circunstancias me permiten estar aquí, esta tarde de julio, escribiendo despreocupadamente. Pero también sé que llegará ese momento en el que algo has de hacer con tu vida, y dejas de poder hacer las cosas despreocupadamente, al menos esa libertad mengua, y si ese momento llega sé que voy a echar de menos el día de hoy en que escribo esto. Así que no me importa lo que penséis de mí al respecto.

Se me ha ocurrido que podría contar alguna cosa sobre mi experiencia en festivales a partir de tres ciudades por cuyas calles paseo un rato cada año: una es Barcelona, en la que en realidad vivo la mayor parte del tiempo, y las otras dos son Sevilla y Sitges.

Sevilla

Para varios de mis compañeros de películas y comida y bebida, las mañanas en el Festival Internacional de Cine Europeo de Sevilla están obligatoriamente consagradas a la sección oficial. Sobre todo, aquellos que escriben para algún periódico o revista de cine de las que se venden en quioscos. Eso que les dices yo iré a ver esta que pinta alucinante y ellos te dicen que tendrán que recuperarla en otro horario porque tienen que cubrir la oficial. Incluso cuando las películas no les interesan o tienen la secreta convicción de que otras valen más la pena. Nunca falta también aquél momento en el que alguien hace una entrevista por la inercia, por el imperativo de publicar una entrevista a toda página en el periódico: pues sí, mira, me da un poco de pereza, pero tengo entrevista a las cinco con este. Pero como todos estamos aquí, en el fondo, por la urgencia de llevarnos imágenes a los ojos, en realidad esos compromisos no suelen impedir que consigamos ver la mayoría de cosas que queremos ver, aunque luego, según el medio en el que escribamos, y la extensión que nos pidan, quizá las cosas que más nos han gustado quedan relegadas a unas líneas escuetas. O las dejamos para escribir sobre ella en ese otro medio en el que no nos pagan pero podemos explayarnos a gusto. Y yo creo que ahí existe una cierta esquizofrenia: en un mundo que se rigiera por el criterio y el respeto a la cultura, allí donde te pagan debería ser donde dijeras las cosas más valiosas, pero en la práctica funcionan unos automatismos, como si todo se redujera al mero hecho de que hay un espacio en blanco en el que debe ir una crónica del festival y otro espacio en el que debe ir una entrevista, sin que importe exactamente cómo va a ser lo que ocupe ese espacio en blanco ni si a los eventuales lectores les gustaría leer alguna otra cosa que no sea eso que llaman la crónica de rigor, con sus películas y sus adjetivos y sus juicios más o menos parecidos o distintos a los de la crónica de rigor aparecida en otro periódico.

Barcelona

Para mí, desplazarme a un festival siempre debería conllevar, idealmente, un cierto desprendimiento de las coordenadas habituales de tiempo y espacio. Es lo que me gusta. Hallarme, por unos días, en un lugar nuevo y tener la posibilidad de perderme por las calles de una ciudad. Y eso es precisamente lo que no me ocurre en el D’A, Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona, que se desarrolla a apenas diez minutos de uno de mis cuarteles habituales. Y aunque la cita que dirige Carlos R. Ríos cada año crece en ambición y no deja de traernos un buen puñado de películas interesantes, el que todas sus sesiones tengan lugar, apelmazadas, constreñidas, en un rango horario que va más o menos de las cinco de la tarde a las once o doce de la noche, hace que, si no quieres perderte las cosas, estés todo el rato entrando y saliendo de las salas y saludándote apenas con otra gente que está en las mismas. Y no sé, a mí me genera un cierto estrés, una frustración rara, quizá ligada al hecho de estar en pleno centro de Barcelona, esa ciudad con la que sigo sin llevarme bien del todo tras quince años de intentarlo, o con los mismos rostros año tras año, o el aburrimiento vago e inconcreto de las cosas que siguen igual en mi vida, algo así. Hay gente, estoy seguro, que se lo monta mejor. Que quede claro que no estoy mandando una pulla de ningún tipo al D’A, esto que describo son sensaciones estrictamente personales, pero sí que vienen al caso porque creo que los festivales también tienen que tener como unos espacios, físicos y mentales, para el sosiego y para la charla sobre las cosas triviales de la vida y también sobre las películas y para conocerse o incluso enamorarse y como que a mí el D’A se me antoja a veces muy poco acogedor; en ello influye, y eso estoy seguro que a sus organizadores les gustaría que fuera de otra manera, el no tener otro centro neurálgico que no sea la cola del Aribau Club o el hall del teatro del CCCB, cuya blancura como de edificio moderno de película de ciencia-ficción no termina de ayudar.

Sitges

Si hay un festival que, de un tiempo a esta parte, permitía vivir en todo su esplendor la aventura y el riesgo y la locura de andar como poseso a la caza de esa película que te vuele la cabeza, ese es el Sitges – Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya. El que comanda Ángel Sala es ese festival en el que una misteriosa película de tres horas y cuarto te destruye el peliagudo itinerario de proyecciones que te habías montado, pero aun así vas a ir porque es lo que toca e igual esa película no la puedes ver más; da igual que te hayas levantado a las siete y pico para ver una peli a las ocho y media o que te hayas quedado hasta el final de la maratón del día anterior porque, también entonces, había una película a las cuatro de la mañana que había que ver. De las veinticuatro horas que componen un día, son muy pocas las que no se proyecta cine en alguna de sus salas. Sitges es el festival donde te tienes que comer el postre deprisa y corriendo o renunciar a él, y tienes que ser muy astuto para discernir en qué te mienten los que escriben las alucinantes sinopsis de las películas, para acertar en tu elección. O fracasar jubilosamente, porque los fracasos, en Sitges, tampoco se olvidan. Dicen que cada festival, cada edición de un festival, se rige por parámetros a veces sutiles, no detectables a primera vista, se deslizan temas y motivos, pero yo creo que, aunque es evidente que las personas que están detrás de los festivales hacen las cosas por un motivo y tienen unos intereses y quieren expresar unas cosas, en la selección acaban entrando películas de todo tipo, por las más diversas razones, y los significados o temas de fondo, si los había, se mezclan y confunden. O te los tienen que decir literalmente: “eh, estamos haciendo esto”. Por lo que yo soy más partidario, no tanto de buscar en la programación sinergias y conexiones y esas palabras que tan bien quedan en las crónicas, sino de intentar describir cuál es la relación que se establece entre tu persona y el festival, en qué se interrelacionan esas películas y tu subjetividad, qué te dicen de ti, qué sientes en ese tiempo y en ese espacio y, en fin, por qué crees que hay que hablar de esas películas y no de otras. Claro está que en el exiguo espacio de una página de periódico o en los 2000 caracteres que tiene que ocupar tu crónica para tal o cual página web no siempre hay espacio para todo eso. Pero a mí son los textos que me interesan. Para lo demás, para saber en líneas generales si una película es buena o no, si me va a gustar, como es un dato más bien trivial, simplemente me fío de lo que dicen mis amigos y mis críticos de cabecera en las redes sociales o por ahí. O mejor: les pregunto directamente.

© Toni Junyent, 06-09-2015