Harvest, d’Athina Rachel Tsangari, premi Tops a l’Americana Film Fest 2025

El jurat de la crítica ACCEC de la dotzena edició de l’Americana Film Fest, integrat per Mireia Iniesta, Javier J. Valencia i Lucas Santos, atorga el premi Tops a Harvest, d’Athina Rachel Tsangari, així com una menció especial a El brillo de la televisión (I Saw The TV Glow), de Jane Schoenbrun.

HARVEST

El primer desafío que plantea Harvest, película de Athina Rachel Tsangari que adapta la novela homónima de Jim Crace, es la datación de la acción: el aspecto del villorrio en el que transcurre la historia y la ropa de sus personajes nos indican que estamos en algún momento del siglo XV o XVI, acaso el XVII. Tampoco es fácil ubicarse: el paisaje puede ser inglés, escocés, norteamericano… Harvest responde a un proceso alucinatorio y nos habla de las turbias relaciones de poder en una comunidad que vive presa de dos temores: las amenazas que puedan llegar del exterior, como esos tres personajes que se instalan en los terrenos aledaños y son severamente represaliados por ello, y la eventual llegada del propietario de esas tierras y empleador de todos sus habitantes, que vive en una ciudad a la que se alude varias veces a lo largo del metraje sin especificar de cuál se trata o a qué distancia se encuentra.

Hasta la aparición del patrón, ya muy avanzado el film, tres personajes masculinos ejercen un cierto tipo de autoridad. Master Ken (Harry Melling) es el máximo representante del patrón en su ausencia y Walter Thirsk (un Caleb Landry Jones comedido dentro de sus parámetros), el protagonista del film, viene a ser algo así como su mano derecha. Earl (Arinzé Kene), por su parte, es un artista gráfico dedicado a cartografiar el territorio, único trabajo intelectual desempeñado en el villorrio, para el que cuenta con la ayuda de Thirsk. Se trata de una función crucial: la información es poder, y no parece haber una información más valiosa que el conocimiento de las dimensiones y características del terreno. Cuando por fin llega Master Jordan (Frank Dillane) rodeado por una camarilla de fieles, todos van ataviados de negro con trajes al estilo de los peregrinos puritanos instalados en el nuevo mundo, como en una novela de Nathaniel Hawthorne. Ejercen un poder cruel y una justicia impía, secuestrando sin contemplaciones a las jóvenes que se les antojan.

Desde la secuencia de la desenfrenada fiesta nocturna que abre la película hasta las humillaciones que infligen Jordan y sus secuaces sobre la comunidad en el tramo final, Tsangari nos describe un ambiente algo demente y caótico en el que pesan las supersticiones, los temores colectivos y las rencillas enquistadas. La comunidad parece incapaz de unirse en un proyecto colectivo y no hay ni rastro de la figura del héroe (de hecho, las princesas del cuento deben salvarse entre ellas porque los caballeros brillan por su ausencia o no están por la labor). Y puede que los labriegos sean unos brutos pero, por otra parte, la civilización urbana y capitalista que representa Jordan no es más que una forma de explotación y totalitarismo disfrazado de ley y orden.

Por eso, el compacto universo descrito en Harvest, ajeno al tiempo y al espacio pero reconocible, puede leerse sin problemas como un reflejo de los conflictos, las contradicciones y la putrefacción de la sociedad americana -u occidental, en general- de la era de Trump. Y todo ello filmado con un look sucio y a la vez colorista, con una bella fotografía a cargo de Sean Price Williams -el director de The Sweet East, quizás una película más emparentada con Harvest de lo que podría parecer en un principio- que nos puede recordar al Nuevo Hollywood o incluso al Free Cinema de los sesenta y setenta. En tiempos de neofascismo, Tsangari se suma a una cierta tendencia del cine actual que parece querer recuperar esa mirada crítica y contestataria de los años de la guerra de Vietnam, el Watergate o el mayo francés.

I SAW THE TV GLOW

Entre el relato de una especie de posesión catódica a lo Arrebato (Iván Zulueta), un onirismo turbio digno de David Lynch y una estética camp que quizás no desagradaría a Bertrand Mandico, el nuevo largometraje de Jane Schoenbrun, I Saw the TV Glow, supone una de las experiencias más heterodoxas del cine americano reciente. Los dos adolescentes protagonistas, Owen y Maddy, comparten la fascinación por The Pink Opaque, una bizarra serie de televisión de los años noventa acerca de dos jóvenes heroínas enfrentadas a una especie de mago maligno y sus secuaces, que parecen inspirados en los selenitas imaginados por Georges Méliès.

A lo largo de los años, Owen irá descubriendo los misterios que esconde la personalidad de su amiga Maddy y la suya propia, a la vez que se irá desdibujando la frontera entre la realidad exterior y el extraño submundo de The Pink Opaque. La película acaba siendo algo así como el suceso que no vemos entre episodios dentro de una serie que no existe. Si Isabel, personaje de The Pink Opaque, logra despertar, su vida como Owen será como un mal sueño que se irá desvaneciendo en los primeros minutos del primer episodio de la sexta temporada de la serie.

La floración de la personalidad interior oculta de Owen, un proceso fantástico que culmina con la revelación del interior luminoso que habita bajo su piel, es fácilmente interpretable como una representación simbólica del descubrimiento de la verdadera identidad de género. I Saw the TV Glow se sitúa así definitivamente cerca de Mandico al conjugar un tipo de cine fantástico radicalmente queer tanto en el contenido como en la forma. Por eso resulta particularmente estimulante ese acercamiento que hace desde el cine al mundo a las series televisivas, sobre todo a las series de culto de los años noventa que han marcado la educación sentimental de una determinada generación a la que parece adscribirse Schoenbrun. Así pues, I Saw the TV Glow le debe tanto o más a Buffy, cazavampiros que al Viaje a la Luna de Méliès.

Mireia Iniesta, Lucas Santos, Javier J. Valencia