In & Out

Durante años he asistido a festivales de cine españoles desde la posición del crítico-espectador. A partir de un momento concreto, al entrar a trabajar en el festival de San Sebastián como miembro del comité de selección, dejé de ser crítico para convertirme simplemente en espectador: una cierta ética, o una idea trasnochada de la ética, me hace imposible escribir sobre Sitges, Sevilla, Valladolid, D’A o Gijón, y enjuiciar por tanto la labor de los seleccionadores de dichos festivales –en la valoración general de un certamen cinematográfico eso resulta inherente, aunque no siempre justo–, si yo estoy realizando idéntico cometido en otro festival.

He estado por lo tanto en ambos lados de la barrera. He visto el toro de frente y desde el burladero; aunque no me gusten las corridas, el símil me parece adecuado. Y desde ambos lados, algunos problemas me parecen los mismos. Otros no. Como seleccionador debes bascular –y a veces es un ejercicio de auténtico funámbulo– entre tus gustos como crítico-espectador y los criterios del festival en el que trabajas. Una película que te gusta mucho por su radicalidad igual no es acertada para el certamen, al menos en su sección oficial –todos los festivales tienen un buen número de secciones paralelas para que esas películas puedan estar presentes de un modo u otro: Zabaltegi en Donosti, Noves Visions en Sitges–, del mismo modo que un filme que no te gusta, poco o nada, es recomendable que esté en la selección oficial por esa mecánica propia con la que fluyen las decisiones en los festivales. No se ha dicho mucho, pero Cannes, hace unos años, en 2011, sacrificó en la sección oficial un filme de Bruno Dumont (Hors Satan) para dar cabida al tramposo prestigio de The Artist. Como crítico con un gusto quizá exagerado por todo el cine francés de autor post-post-post-Nouvelle Vague, me escandaliza una decisión así; como seleccionador de un festival, lo comprendo.

¿Debe un crítico que cubre el certamen en cuestión entrar en este tipo de aspectos? ¿Su cometido es solo analizar las películas, una a una y después la valoración global de lo que ha sido la edición del festival, o cuestionar las decisiones y criterios de selección? ¿Debe Cannes anteponer las simpáticas bondades de The Artist, filme insuficiente a todas luces pero gobernado desde las entrañas por unos distribuidores internacionales muy poderosos, y mandar a la sección Un Certain Regard una apuesta más sólida y, sobre todo, “festivalera”? No me meto en las decisiones de los mandatarios de Cannes, pero esto es extrapolable a cualquier otro festival. El problema, siguiendo la estela de Dumont, hoy nato triunfador gracias a su inmersión catódica en los dominios del pequeño Quinquin, es que cuando en San Sebastián se proyectó en la sección oficial uno de sus anteriores trabajos, Hadewijch, la respuesta y repercusión fue minoritaria; de hecho, minoritaria es poco. Tampoco le fue muy bien a Jacques Rivette, mi cineasta-faro desde que tengo uso de razón cinematográfica, cuando en el certamen donostiarra presentó Histoire de Marie et Julien. Aquello (yo cubría el festival entonces para un periódico) era un verdadero acontecimiento. Una de las pocas preguntas que se hicieron en la rueda de prensa giraba en torno a cómo había dirigido al gato que aparece en unas escenas. Rivette no ha vuelto a poner los pies en San Sebastián.

Por cierto, ni la película de Dumont ni la de Rivette llegaron a estrenarse comercialmente en España, como tantas otras que incluso han logrado los máximos galardones. Deberíamos asumir todos que con nuestras decisiones o escritos hacemos más o menos posible la existencia (los filmes no solo existen por sí mismos: existen cuando son vistos) de determinadas producciones. Que se lo pregunten a David Lynch, hombre de moda a principios de los noventa que presenció el brutal pataleo en Cannes de Twin Peaks. Fire Walk with Me, pataleo que generó un pánico atávico por parte de los distribuidores de varios países (incluido el nuestro) que no se atrevieron a estrenar el filme. Me gustaría preguntar uno por uno a los que se cargaron la película en aquel Cannes de 1992 donde narices está su sentido de la responsabilidad, porque ninguna crítica fue profunda, sino burda pataleta (y no saco a colación este caso solamente porque me guste mucho Lynch: ha habido muchos otros de semejante enjundia).

¿Qué busca un crítico, cronista o periodistas en un festival más allá, por supuesto, de las directrices más o menos implícitas que marca cada uno de los medios para los que se trabaja? Si intentamos educar cinematográficamente a los alumnos más jóvenes (se hace en las escuelas e institutos, aunque no en todos), se montan estudios universitarios de Comunicación Audiovisual y hay escuelas de cine para el gusto de todos en varias ciudades españolas, donde se forman directores, responsables de sonido, operadores, montadores, directores artísticos y guionistas, bien está también sentar unas bases (no me atrevo a hablar de educación) para críticos y futuros críticos; o para cronistas de festivales, que no es siempre lo mismo.

Existen muchos y buenos talleres de crítica y de análisis cinematográfico, másters y posgrados, cursos de periodismo cultural, pero todo ello, y a pesar de las voces realmente extraordinarias que han surgido de alguno de estos lugares, me parece que se diluye bastante al encarar el análisis de lo que ocurre en un festival de cine. Llevo años viendo bipartidismos o radicalizaciones un tanto absurdas: un festival solo es bueno si pasa la última película filipina de nueve horas de metraje (si es de Lav Diaz, mejor) y aún así, si hace ese esfuerzo, como lo demás no está a la misma altura, no vale la pena que el festival sea tenido en cuenta. Me gustan mucho los textos sobre festivales que escribe Carlos Losilla, generalmente en las páginas del hoy un tanto devaluado suplemento Cultura/s de La Vanguardia. En ellos, Carlos deja de lado la crónica estricta para entrar en territorios más propios del estado de la cuestión: un festival son las películas que se ven, las que no se ven, las gentes con las que se habla (tomando copas o en plena calle), los descubrimientos que realizas y las decepciones que te llevas. Porque un festival, sea Cannes o Venecia, San Sebastián o Sitges, Locarno o Rotterdam, Sevilla o Turín, Karlovy Vary o el D’A, la Mostra de Cinema de Dones o el más reputado de los certámenes dedicado al cortometraje, es ante todo un síntoma, y como tal debe evaluarse.

A veces, la dinámica propia (exhaustiva y en algunos casos absurda) de los festivales no ayuda en demasía. ¿Cómo se puede estar viendo una película y a la hora de metraje tener que abandonar la sala porque tienes cita para entrevistar a la directora o director de otro filme? ¿Cómo se pueden digerir tantas proyecciones en un solo día? José Luis Guerin me comentó hace muchos años que solo teníamos capacidad para ver, absorber y comprender bien una película al día. Es así, aunque muchos de nosotros creamos lo contrario: al tercer día de Cannes o Sitges, por poner solo dos ejemplos de programación “apretada”, se corre el peligro de confundir imágenes, de mezclar recuerdos, de desorientarte ante el aluvión de grandes ideas, sugerencias magníficas o pasmosas estupideces que hemos visto desfilar una detrás de otra después de hacer un tiempo considerable de cola que nos sirve para hacer relaciones sociales, otro axioma de los festivales cinematográficos.

Ver cine en un festival no es la mejor forma de ver cine. Pero los certámenes (generalistas o especializados) son absolutamente necesarios, no tanto por los premios que otorgan como por la caja de resonancia y la promoción de las películas que procuran. Otra cosa es que el efecto nunca sea inmediato: Viaje a Sils Maria, de Olivier Assayas, se estrenó en España más de un año después de estar en Cannes, y Edén, de Mia Hansen-Love, ha llegado un año después de haber competido en San Sebastián: la idiosincrasia de las distribuidoras daría para otro dossier. La crítica o crónica de festivales también es necesaria si aporta, descubre y no se enroca absurdamente. Pero debe reconducirse más que la crítica estricta de los estrenos. Cada medio debería tener gente suficiente (y hablo tanto de publicaciones especializadas y periódicos como revistas digitales, webs o programas de televisión) para poder cubrir todo con garantías y hacerlo con propiedad. A veces ocurre lo mismo que en los surrealistas junkets en los que hay seis o siete periodistas para entrevistar durante diez minutos exactos a un director (pongamos por caso Paul Thomas Anderson) y en la mesa coinciden el representante de Caimán. Cuadernos de Cine y el de Hola: tiempo desaprovechado para uno y para otro, ya que difícilmente uno podrá nutrirse de las preguntas (y respuestas por parte del cineasta) que haga el otro. En este sentido, no siempre cubre tal o cual sección a quien le interesa más el tipo de cine que se exhibe en la sección en cuestión. Y aunque a veces son interesantes las miradas a la contra, mejor lo son las de quienes conocen y saben valorar mejor lo que se cuece en dichas secciones. La especialización, aunque sea tan denostada, es un valor añadido.

Todo forma parte de un juego, ejerzas de crítico o seas programador. Hagamos que el juego sea mejor, más instructivo, también agradable aunque pueda haber tiempo para las tensiones constructivas; que sirva de algo un festival y sirva de mucho lo que se escribe sobre ese festival, positivo o negativo. Otros aspectos, como que el certamen pague o no estancia y manutención según el tipo de medio (a veces las decisiones son erróneas), el color de las acreditaciones que te da derecho a esto o aquello y la configuración de los jurados FIPRESCI son temas que desbordan estas líneas, aunque también, y no en menor medida, deben dar que hablar.

© Quim Casas, 06-09-2015