Introducció de ‘La vuelta al mundo en 20 festivales’

Empecé a pensar en este libro en febrero del año 2004 al darme cuenta de que habían pasado veinte años desde la primera vez que fui a un festival, concretamente al Festival de Berlín. De pronto sentí la necesidad de recordar que había pasado en este tiempo. Y me puse a escribir casi como un juego. Poco a poco el libro fue creciendo solo. Las memorias de unas vivencias personales y el recuerdo de películas y directores, fueron dejando traslucir la evolución de la sociedad. A medida que escribí fui siendo consciente de que, en veinte años, habían pasado muchas más cosas y más importantes que en los cuarenta años que transcurrieron entre el final de la segunda guerra mundial y el mítico año 1984 en el que George Orwell ambienta su novela futurista, novela que la realidad ha superado con creces, como suele ser habitual.
Cuando yo empecé a ir a festivales en 1984, en Berlín el muro era una realidad intocable, la guerra fría dejaba sentir sus efectos en la ciudad y el equilibrio de bloques entre el comunismo y el capitalismo parecía algo que iba a durar toda la vida. Eso en cuanto a política. En tecnología, los periodistas seguíamos escribiendo en máquinas de escribir iguales a las de hacía treinta años, aunque fueran un poco más sofisticadas y el medio para transmitir las crónicas era el teléfono o el telex. El cine no había experimentado grandes cambios desde que la televisión le obligó a replantearse los formatos y aparecieron el cinemascope y el technicolor.
Pero entre 1984 y el año 2004 el mundo había cambiado de una forma brutal en todos los aspectos. Empezando por la política. La perestroika de Gorbachov dominó los años ochenta y desembocó en la histórica caída del muro de Berlín que arrastró en su derrumbe a las ideologías imperantes hasta entonces, dando origen y nacimiento a nuevos enemigos, en especial el fundamentalismo islámico del que nadie había oído hablar antes de 1979, cuando Jomeini tomó el poder en Irán y derrocó al Sha. Poco más de veinte años después, ese fundamentalismo asestó uno de los golpes más mortales a nuestra forma de concebir el mundo con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. No fueron sólo los dos edificios emblemáticos del capitalismo norteamericano los que se hundieron ese día; fue la seguridad en la que pretendíamos vivir la que desapareció con ellas, la idea de que las cosas malas pasaban siempre en otro sitio, nunca en casa. Sentirnos vulnerables nos hizo más humanos, pero al mismo tiempo más miedosos y ese miedo ha sido la tónica dominante en los primeros años del siglo XXI. Miedo a todo, al otro, al diferente, al que no se parece a ti; al contagio; miedo que nace de unas ideas religiosas mal entendidas y que encuentra su caldo de cultivo en masas de gente desesperada en un lado y masas de gente que ve que el sueño de un mundo feliz que le vendieron de pequeño ya no existe.
La misma Europa ha sufrido una evolución tremenda en estos años. En 1984, Europa era un continente dividido que ni por asomo podía imaginar que en veinte años iba a tener una moneda única y casi un gobierno único, no sin antes padecer el cáncer de los nacionalismos de todo tipo que iban a tener distintas manifestaciones, algunas muy sangrientas como las de la guerra en la ex Yugoslavia. En 1984 había que pasar fronteras, había que cambiar monedas, los países eran diferentes. En 2005, cuando termino este libro, las fronteras en Europa son un recuerdo lejano, el euro nos unifica en el gasto (no en los ingresos) y la sensación de formar parte de algo más grande aunque no siempre más unido es un hecho sin vuelta atrás.
Si el mapa geopolítico y por extensión ideológico del mundo había sufrido un terremoto en este periodo, los medios de comunicación tampoco se quedaron atrás. ¿Alguien se imagina la vida sin móvil, sin Internet, sin correo electrónico? Creo que nadie es capaz de recordar que hace tan sólo diez o quince años nada de esto existía. Cuando empecé a escribir en La Vanguardia, tenía que entregar los artículos escritos a máquina para que los compusieran en la imprenta. Seis años más tarde, en 1991, los mandaba por fax a la redacción de El Observador, pero aún tendrían que pasar algunos años para que los diskets de ordenador se generalizaran y dos o tres más antes de que Internet y el correo electrónico se impusieran.
La televisión también ha cambiado mucho. En 1984, había en España dos cadenas estatales, comenzaban tímidamente las autonómicas y las privadas eran todavía un proyecto de futuro. Veinte años después se han multiplicado los canales con la aparición de la televisión de pago y la competencia ha repercutido para bien y para mal en el uso y abuso del medio. En cuanto a los teléfonos, la primera vez que usé un teléfono móvil, en Puerto Rico, me costó creer que fuera posible hablar desde un lugar en medio del campo a través de un aparato enorme que parecía un inmenso zapato. Diez años más tarde, los teléfonos móviles son minúsculos y con unas prestaciones inconcebibles. Esta facilidad en la comunicación ha influido también en la forma de pensar y de reflexionar sobre la realidad y por extensión sobre el cine.
El cine mismo ha vivido una revolución de enormes consecuencias en los últimos veinte años. Cuando se mira hacia atrás al cercano, históricamente, 1984 y se ve cual era la situación del cine y la tecnología, la sensación que se tiene es la de estar contemplando una especie de prehistoria antiquísima. Basta con pensar que en 1984 el vídeo doméstico era casi una cosa de ciencia ficción accesible a unos pocos privilegiados. En el año 2005 es difícil imaginar una casa normal sin vídeo. Paralelamente a la implantación de las cadenas de televisión por cable y satélite, apareció el DVD, una nueva forma de consumir cine en casa. El vídeo, el DVD y las televisiones de pago por satélite, han hecho que el cine haya pasado a ser un objeto de consumo cultural parecido al libro. Si antes se tenían bibliotecas, ahora se puede tener una filmoteca que cumple una función parecida.
Pero la gran revolución en el mundo del cine ha sido la rápida implantación del digital en la producción y muy pronto en la exhibición. En la historia del cine ha habido tres saltos técnicos que han repercutido en la calidad y el concepto mismo del cine: la implantación del sonoro, el paso del nitrato al celuloide, y la aparición del digital. La tecnología digital es algo demasiado nuevo aún para saber exactamente donde nos conducirá. Pero es evidente que sus primeras consecuencias ya se pueden ver o intuir en el cine de ahora mismo.
Cambios, innovaciones; en 1984 se fumaba mucho en las películas, ahora no; el sida no existía y el conservadurismo en las relaciones sexuales no se había impuesto como lo hizo en los años noventa; los hippies desaparecían y aparecían los yuppies llenando los cines dentro y fuera de las pantallas. En los festivales se veían películas que nunca llegarían a nuestras salas, hasta que empezaron a aparecer distribuidoras y exhibidores especializados en ese tipo de cine, un fenómeno que se generalizó a mediados de los años noventa con las salas en V.O donde se refugia el llamado “Cine de Autor”, el cine que se ve en los festivales y que es, por fuerza, el que mayor presencia tiene en este libro. En 1984 si querías estar al día tenías que viajar: la sorpresa de los rusos, la irrupción de los chinos, la revolución iraní, la avalancha coreana, fueron sucesivas oleadas de cine internacional que se potenciaban, mejor dicho, nacían en los festivales. Ahora no es necesario. Si quieres, las olas te llegan a casa.
Todo esto iba apareciendo en esta especie de recorrido sentimental y cinematográfico que seguía los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI, siempre a través de los festivales a los que yo había acudido. Ciudades y festivales se confundían en el recuerdo con personas y películas.
Casi dos años he tardado en escribir este libro que se puede leer de varias maneras: seguido como una crónica, o los artículos sueltos. Pero siempre teniendo en cuenta que esta no es una Historia del Cine de los últimos veinte años, ni siquiera una Historia de los Festivales, tampoco es un libro de memorias. Es una extraña combinación de las tres cosas. Un retrato colectivo y privado, profesional y personal de veinte años de mi vida dedicados al cine.