Las gafas de Parménides (Algunas reflexiones acerca de la crítica y su ejercicio)

Publicat originalment a “Film Ideal” nº 104, 15 de setembre de 1962, p. 530 a 534. 
Publicat amb l’autorització, de la seva vidua, Mari Carmen Torra.

“Film Ideal” ha dedicado uno de sus últimos números a la crítica cinematográfica[i]. Espléndido. En uno de los titulares a guisa de conclusión del coloquio celebrado sobre el particular, se afirma lo siguiente: “¿Forma? ¿Fondo? NO, películas. ¿Temática? ¿Estética? NO, cine”. Y un poco después: “El film es una unidad, un todo, y hay que juzgar los valores puramente cinematográficos”. Completamente de acuerdo. Sin estas bases, ningún juicio crítico que pretenda elevarse acerca de cualquier película tendrá la menor validez.
Sin embargo, en el número siguiente de “Film Ideal”, uno de los participantes en dicho coloquio dice de cierto film: “…cuyo contenido no vale dos cuartos pero cuyas imágenes son un encanto…”. Será forzoso reconocer que los buenos propósitos duran poco. Ya salió una vez más el viejo y terrible dilema. ¿Formalismo? ¿Contenutismo? El cuento de nunca acabar. Es curioso comprobar cómo, teniendo perfecta conciencia de la estupidez que significaría enjuiciar así un mal cuadro sobre –por ejemplo– la batalla de Lepanto: “Es malo como pintura, pero su tema es trascendente: ergo obra estimable”, seguimos sin darnos cuenta todavía de la monstruosidad sin nombre que significa aplicar tal proposición a una película. ¿Por qué toda la estética que el arte ha madurado durante siglos ha de ser olvidada en el momento de abordar el cine? ¿Por qué plantear cuestiones que ya se han resuelto hace muchísimo tiempo?
En ese mismo número de “Film Ideal” se alude a la postura concreta de cierto crítico que condena Al final de la escapada como obra formalista e inútil. Este juicio tan disparatado a propósito de uno de los testimonios más interesantes que el cine ha ofrecido en los últimos años, sólo demuestra el peligro terrible de la aplicación a ultranza de una escala de valores preestablecidos de una vez para todas. El crítico que proceda de tal forma, considerando las películas como zapatos en los que se encajan de grado o por la fuerza unas hormas estéticas bien determinadas, acabará llegando fatalmente a una conclusión tan falsa como su punto de partida. En resumen, que como el crítico de nuestro ejemplo, no entenderá nada de nada.

EL ÚNICO PUNTO DE PARTIDA: LA PUESTA EN ESCENA
Por consiguiente, antes que cualquier otra cosa la humildad y la limpieza de corazón son esenciales para el pleno ejercicio de la función crítica. Las teorías, las ideas preconcebidas, carecen de todo valor. Se trata de juzgar una obra: no hay más remedio que abordarla directamente sin preámbulos ni mediadores. La mejor –la única– puerta de acceso para ello es la puesta en escena.
Tengo la impresión de que muchos creen todavía que la puesta en escena es una pura cuestión de forma, que es otro nombre de ese ambiguo concepto que aparece en la mayoría de recensiones críticas de las películas y que responde al nombre de “realización”. La puesta en escena, por el contrario, no es una cuestión formal, sino que se refiere a la concepción total, al proceso de creación de un film. Descubrir el modo peculiar como un cineasta dispone la realidad ante su cámara, procura hacerla sensible al espectador, le confiere un significado, es esencial para la plena comprensión de su pensamiento (*). La técnica no es más que la lógica consecuencia de la puesta en escena, como ésta lo es del pensamiento del autor. De ahí el profundo y decisivo error que entraña la separación de estos conceptos en compartimentos estancos, que gustan ingenuamente de efectuar, aún con los mejores deseos analíticos, algunos cine-clubs, cine-fórums y fichas filmográficas. Es preciso, pues, considerar la obra cinematográfica “desde dentro”; todo abordamiento “desde fuera” sólo puede desembocar en el fracaso y la confusión.

UNA VISIÓN DEL HOMBRE
Para hacer comprender el significado de expresión “poner en escena” voy a servirme de algunos ejemplos concretos. Recordemos la secuencia de Cazador de forajidos, de Anthony Mann, en que Henry Fonda fumiga la cueva donde se refugian los asesinos del viejo doctor, les obliga a salir y les captura. Esta serie de acciones es efectuada por Fonda con la naturalidad, la eficacia, la economía de movimientos del campesino que tala un árbol o recoge su cosecha. Naturalidad, eficacia, economía que solo se alcanzan cuando se ha efectuado una acción muchas veces. Todo se centra en la cotidianidad del esfuerzo humano, desde el punto de vista exclusivo de Anthony Mann. Un John Ford se hubiera interesado más por el significado épico de este episodio, o un Nicholas Ray sobre la motivación de esta violencia, por lo cual hubiera puesto en escena esta secuencia de un modo completamente distinto.
Por eso no sirve de nada la consideración bruta del argumento, de la estructuración dramática de unos episodios, porque lo único que cuenta es la mirada personal que el autor dirige hacia la realidad a través de la puesta en escena. En Con él llegó el escándalo, el protagonista (Robert Mitchum), tras poner en evidencia al padre de la muchacha seducida por “pretender vender mercancía averiada”, le acompaña hasta la salida de su casa y tiene con él la pequeña gentileza de encender las luces del portal cuando sale. Esta pequeña acción basta para dar una extraordinaria dignidad humana a la escena, al mismo tiempo que revela el profundo respeto del realizador por sus personajes. No está de más recordar esta frase de Jacques Joly: “Se reprocha frecuentemente a Minnelli su culto a la forma. Todo lo más, se le concede el título de ‘pequeño maestro’ y se alaba su sentido decorativo, su buen gusto en la elección de accesorios e interiores y el refinamiento de sus films musicales. Sin embargo, la belleza de sus films no debe nada a la técnica y todo a su sentido del hombre”[ii]. Una emoción similar se experimenta en la escena del regreso de Yancey, tras cinco años de ausencia, en Cimarrón, de Anthony Mann; sin decir una sola palabra, sin entrar en la habitación donde está su mujer, arroja el sombrero en el umbral de la puerta: es a la vez un acto de desafío y una demanda de perdón. Es el orgullo del hombre dominador, del pionero, que no tiene por qué dar explicaciones; pero es también la disculpa tímida del esposo ausente cinco años, que apenas ha estado en contacto con su familia.
Esta es la enorme fuerza del cine: en unos segundos se nos ofrece la plena revelación de los sentimientos de un ser humano en toda su desnudez, sin necesidad de mediación alguna. Por eso conviene tener siempre presente esta admirable constatación de Pierre Marcabru[iii]: “En el cine, toda puesta en escena conduce al hombre” (**).


LA HONESTIDAD AL DESCUBIERTO
Nada más fácil que desenmascarar a los cineastas insinceros, a quienes tras una apariencia brillante de profundidad solo buscan deslumbrar o impresionar al espectador sin reparar en los medios. No basta mostrar una fila de hombres y mujeres desnudos haciendo cola ante la entrada de una cámara de gas para lograr una denuncia válida contra el nazismo, como han creído los autores de Kapo. Estoy totalmente con Jacques Rivette en contra del espíritu de este film, que se revela en toda su tremenda deshonestidad en la escena en que Emmanuelle Riva se suicida arrojándose sobre una red electrificada. “El hombre que decide en este momento hacer un travelling hacia adelante para re-encuadrar el cadáver en contrapicado, procurando inscribir exactamente la mano levantada de éste en un ángulo de su encuadre final, solo tiene derecho al más profundo desprecio… Hay cosas que no pueden abordarse más que con temor y escalofrío; la muerte es una de ellas, sin duda. ¿Cómo no sentirse impostor en el momento de filmar algo tan misterioso? Más valdría en todo caso plantearse la cuestión e incluir de algún modo esta interrogación en lo que se filma”[iv]. Es difícil hallar otro texto que explique con mayor claridad cómo la puesta en escena denuncia la postura moral del realizador. ¿Qué pensar de quienes, aunque fueran movidos por la mejor de las intenciones, han reducido un drama de la violencia de Díalogos de Carmelitas, que ha de sacudir al espectador en lo más profundo de su ser, a una especie de estampas, bellas pero sin significación? ¿O del autor de Romeo, Julieta y las tinieblas, más preocupado por la posición de la cámara que por la verdad interna de sus personajes? Dejemos concluir a Rivette: “Los temas nacen libres e iguales; lo que cuenta es el tono, el acento, el matiz, como se quiera llamarlo. En una palabra, el punto de vista de un hombre –el autor– y la actitud que toma este hombre con respecto a lo que filma, es decir, el mundo y todas sus cosas”[v].
Hagámonos de una vez a la idea: la palabra “formalismo” es un concepto que no dice ni explica nada. Sólo existen películas, que son eso, películas, o que no lo son. Hacer distingos artificiales de “forma” y “contenido” es perder el tiempo, porque en las obras dignas de este nombre ambos forman una síntesis armoniosa e indisoluble. No otro es el significado de la célebre –y poco comprendida–  frase de Jean-Luc Godard: “Los travellings son una cuestión de moral”.  ¿Hasta cuándo habrá que repetir que toda estética implica una metafísica? Donde pretende reinar la sola estética –es decir, eso que se nos quiere hacer pasar como tal– sólo se produce algo tan estúpido y vacío como Viaje en globo, o sobre todo, El sueño de los caballos salvajes, donde un incalificable cineasta se ha atrevido a quemar vivos a unos animales para conseguir “bellos y estéticos” efectos de ralentí (y que conste que no tengo la menor vinculación con la Sociedad Protectora de Animales). Y donde pretende reinar la sola metafísica –también eso que se nos quiere hacer pasar como tal– es preferible no hablar. En el fondo, son un millón de veces más formalistas y pedantes El paso del Rhin o El renegado, pongamos por caso, que Alló… le habla el asesino o El zurdo. Comprendo mejor al hombre que sólo busca exhibir el dominio de su técnica o hacer un experimento, con ese placer del artesano que moldea la materia para hacerla expresiva, sujetarla a su voluntad (y que se encuentra también en todas las grandes obras), que el hombre que quiere deslumbrar con sus preocupaciones por toda clase de problemas, cuya actitud –cuando no es absolutamente pura y sincera– cae en la pedantería y la soberbia en un ciento por ciento de los casos. A fin de cuentas, condenar una puesta en escena no significa otra cosa que que la condenación de las ideas que la han motivado y conformado. ¿Acaso atacar el esquematismo de la puesta en escena de un Bardem o de un Coll, por ejemplo, no representa en realidad atacar el esquematismo de sus ideas, la estrechez de su visión del mundo? (***)


UN CONCEPTO MÁS JUSTO DE LA CREACIÓN CINEMATOGRÁFICA
Resumiendo, se puede decir con Michel Mourlet que “la noción de autor cinematográfico se define por el imperio que el cineasta ejerce o no sobre la materia misma de su arte, sobre lo que nos entrega la pantalla, sobre la luz, el espacio, el tiempo, la presencia insistente de los objetos, la brillantez del sudor, la consistencia de una mata de pelo, la elegancia de un gesto, el abismo de una mirada”[vi]. Cito este texto –que luego deriva hacia una concepción del cine próxima a los paraísos artificiales de la droga, si bien este hecho no le quita su interés– porque expresa de forma clara la extensión del campo creativo del cine mucho más allá de los conceptos de organización de una dramaturgia tradicional, que no se trata simplemente de contar una historia. En este sentido, hay que comprender que, en su esencia, el proceso de la creación cinematográfica no difiere en absoluto del de las demás artes. Estas no son otra cosa que una puesta en escena de la realidad a través de unos medios específicos, las palabras en la poesía, los sonidos en la música, las masas y volúmenes en la escultura, etc. ¿Acaso la violencia de la dislocación que Nicholas Ray impone a las apariencias para hacerlas expresivas no es equivalente, en todos los planos creativos, a la que opera Miguel Hernández sobre unas palabras convencionales en su sublime Elegía [vii] a la muerte de su amigo Ramón Sijé?:
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte. (****)
El cine es una disciplina estética que puede y debe ser estudiada con el mismo rigor y la misma profundidad que sus colegas tradicionales.


¿DÓNDE ESTÁN LOS CRÍTICOS?
Creo que después de un tan largo preámbulo, el lector puede comenzar a forjarse una idea del significado y la orientación de la crítica cinematográfica. “La crítica no es otra cosa que una tentativa de comunión entre dos sensibilidades, la del autor y la del crítico, en y por la obra, en y por el arte específico de esta obra”, escribe Jean Douchet[viii], una bella definición en verdad. Ahora bien, ¿cuántos críticos son conscientes de la categoría de su misión?
Aparte de la crítica de diarios –cuya inutilidad, como la de toda crítica que se pretende informativa, es tan manifiesta que no merece mayor comentario– sufrimos dos especies de crítica especializada, muy extendidas y a cual más nefasta:
a) El crítico que parte de profundas exégesis y significados simbólicos, que deforma todo cuanto ve y que hace del camelo una función vital. Es el que “interpreta” así el largo plano tomado en tele-objetivo de Jimmy Giuffre, el mejor –y por lo demás único– hallazgo cinematográfico y humano de Jazz en un día de verano. Esta anulación de perspectiva unida a la exhaustiva duración del plano provocan un desasosiego visual equivalente al sentido de la música de Giuffre, cuando la fuerza de ese plano reside sencillamente en la restitución de un hombre durante unos minutos en toda su realidad espacial y temporal. O aquel que se siente molesto ante los “oscuros simbolismos” de la secuencia final deL’eclisse que, sin embargo, se limita a mostrar llanamente la soledad del que ha sido escenario del nacimiento de un amor.
b) El crítico que se ha inventado una escala de valores establecida de una vez para siempre, y la aplica a ultranza sin encomendarse a Dios ni al diablo, depositario “in aeternum” de los más profundos y recónditos secretos del arte. Es el que ante el último film de Rossellini o de Chaplin hace afirmación de decadencia a ciegas, sin molestarse siquiera en determinar las causas de la evolución del creador ni por qué esta evolución es desacertada. Es el que se forja una imagen definitiva e inmutable de un realizador y le hunde sin misericordia si éste intenta salir de ella.
Parece como si Antonin Artaud pensara en estas dos especies de crítica cuando escribió el siguiente texto: “Tous ceux qui ont des points de repère dans l’esprit, je veux dire d’un certain côtè de la tête, sur des emplacements bien localisés de leur cerveau, tous ceux qui son maîtres de leur langue, tous ceux pour qui les mots ont un sens, tous ceux pour qui il existe des altitudes dans l’âme, et des courants dans la pensée, ceux qui sont esprit de l’époque, et qui ont nommé ces courants de pensée, je pense a tous les vents leur esprit-sont des cochons”[ix].
El gran fracaso de esta crítica se define en dos palabras: no participa, es decir, no ama. Luego, no existe. De su trascendencia escribe gráficamente Pierre Marcabru: “Echad en un pozo a todos los críticos cinematográficos (*****), llenad ese pozo, nada se detendrá. El cine, libre, tranquilo, continuará su camino”[x].


DOS ARTES DE AMAR
Que el lector me perdone por extenderme en una serie de cuestiones estéticas asimiladas –o mejor, que deberían haber sido asimiladas– hace tiempo y por la insistencia con que he repetido una serie de conceptos. Me ha parecido conveniente recalcarlos una vez más y resucitar viejas verdades un poco olvidadas, sobre todo cuando empieza a despertarse en España poco a poco una cierta conciencia de la función de la crítica. Ya no se trata de pareceres emitidos alegremente desde una butaca confortable por un señor que en el fondo no siente el menor interés por aquello que enjuicia, sino de testimonios de jóvenes que empiezan a tener una idea clara de lo que significa “creación cinematográfica” e intentan llegar a una participación plena con la obra y su autor. Es posible que esté comenzando lo que podría calificarse de edad profesional de la crítica, algo semejante a lo que ocurrió en el campo del jazz francés cuando André Hodeir asumió la dirección de la revista “Jazz Hot” y sustituyó a los viejos amateurs, sólo capaces de emitir vaguedades sin fundamento, por verdaderos músicos dotados de una sólida formación, una inteligencia política que al cabo de pocos años ha hecho de la crítica francesa la mejor del mundo en esta especialidad. Un comienzo similar ha tenido la evolución que ha impuesto a la crítica cinematográfica el tan discutido grupo de “Cahiers du cinéma”, que, pese a todos sus excesos, es el único que en mi opinión ha realizado una labor verdaderamente positiva en los últimos años (no se sorprenda pues el lector si la mayoría de referencias utilizadas en el presente artículo proceden de dicha revista).
Este desarrollo de la crítica escapa por definición a toda condición o línea de conducta. Hemos visto que la crítica es un diálogo de igual a igual, una recreación de la obra juzgada (Aragón dice con gran agudeza que las canciones en que Léo Ferré ha convertido algunos de sus poemas constituyen una nueva forma de crítica poética)[xi]; por tanto, está en función de la sensibilidad de cada crítico, no de criterios de objetividad o subjetividad completamente relativos. En este sentido, son los ensayos de Jean d’Yvoire y de André Bazin los que hacen comprender las limitaciones que hacen la grandeza y la fecundidad de la crítica. François Truffaut decía: “El film de mañana será un acto de amor”[xii]; Jean Douchet nos habla ahora de la crítica como del “arte de amar”[xiii]. Creo que en estas dos frases está la clave; estoy convencido de que el futuro del cine español depende del número de cineastas y de críticos que comprendan el significado de estas palabras, hasta el punto de hacerlas suyas.
(*) Me refiero aquí, naturalmente, a los verdaderos creadores, a los que llamaré “poetas” para distinguirles de los “narradores”, buenos o malos artesanos que se limitan a traducir a la pantalla, con acierto o no, el guión predeterminado.
(**) Espero que este apartado dé cumplida satisfacción a la nota de Félix Martialay sobre la crítica de Esther y el rey aparecida en el número 95 de Film Ideal y a otros comentarios sobre el ‘lirismo de la forma’.
(***) Cito a Bardem y a Coll únicamente porque pese a todo poseen la ambición de llegar a una obra válida, cosa que no ocurre en otros cineastas nacionales –cuyos nombres sabemos todos– que han hecho de la deshonestidad artística una norma de vida.
(****) Eisenstein ha demostrado[xiv] que la expresividad de los poemas de Machado, de las novelas de Dickens, se debe al montaje, concebido no como una acción de cortar y pegar sino como el verdadero proceso de la creación artística. El concepto “montaje” del que habla Eisenstein no es más que una primera intuición de lo que hoy denominados como y entendemos por “puesta en escena”.
(*****) Aquí Marcabru especificaba “de París”. Que no se preocupe, mi frase tiene alcance internacional.


[i] “Film Ideal”, nº 94, 15 de abril de 1962.[ii] La montagne de verre, “Cahiers du cinéma”, nº 121, julio 1961.[iii] Quand un homme, “Cahiers du cinéma”, nº 126, diciembre 1961.[iv] De l’abjection, “Cahiers du cinéma”, nº 120, junio de 1961.[v] Ibidem.[vi] Sur un art ignoré, “Cahiers du cinéma”, nº 98, agosto de 1959.[vii] Floresta Lírica Española, recopilada por José M. Blecua, 1957.[viii] L’art d’aimer, Cahiers du cinéma”, nº 126, diciembre de 1961.[ix] Le Pèse-Nerfs, collection “Pour vos beaux yeux”, 1925.[x] Cfr. (3).[xi] Les chansonsd’Aragon chantées par Léo Ferré, Barclay, 80.138.[xii] Le cinéma français crève sur les fausses légende, “Arts”, nº 619, 15 mayo 1957.[xiii] Cfr. (8).[xiv] Teoría y técnica cinematográfica, Ríalp, 1957.