Los silencios de Annecy

Es posible que las mejores obras de animación carezcan de diálogos o, por lo menos, encuentren sus mayores hallazgos cuando el resto de la película se calla para mostrar, para abandonarse a lo puramente visual, a ese baile con la forma. La tortue rouge de Michaël Dudok de Wit, obra que inauguraba el Festival Internacional de Cine de Animación de Annecy 2016, es una de las películas que dan solidez a esta idea en mi cabeza: una historia reducida a lo esencial donde cada detalle dibujado nos habla de una manera de experimentar la propia vida. En la ausencia de palabra, los gestos cobran una significación más profunda, y el paso del tiempo pesa tanto como pesan los densos colores de esos fondos que tan bien dan cuenta del casi imperceptible movimiento del mundo, en contraste con esos personajes perfilados con líneas finas y sencillas que saltan, caen, nadan y retozan en esa isla alejada de todo. Un relato mínimo que no quiere imponerse al silencioso despliegue de belleza que la película consigue tejer a partir de esa paulatina exploración del entorno que el personaje emprende.

La tortue rouge fue el único largometraje sin comentario o diálogos en la programación de Annecy 2016, pero hubo multitud de animadores que decidieron explorar esta liberación en sus cortometrajes: animar sin texto, sin palabras que contraigan los sentidos. El de Annecy es un festival que sabe ponderar la presencia de la industria internacional con el apoyo a creadores independientes y jóvenes animadores. Es precisamente en los diversos programas de cortometrajes donde se dan cita la mayoría de estos artistas, que se miden con animadores consagrados en el marco privilegiado de uno de los mejores festivales de animación del mundo.

Uno de los cortometrajes más concisos y directos del festival fue Journal animé de Donato Sansone. A partir de un periódico francés, Sansone emborrona la actualidad con todo tipo de dibujos en una maravillosa variación de la caricatura de prensa que la dota de vida y la hace interactuar con las noticias e imágenes del diario. En los concisos cuatro minutos que dura el cortometraje los trazos de Sansone arremeten de manera elegante pero contundente contra la actualidad, generando pensamiento en la manipulación de esas imágenes periodísticas que día a día nos acosan en los medios. Algo parecido hace Min Liu en Bloody Dairy, recuperando la idea del esbozo diario, del proceso de trabajo dilatado en el tiempo que acaba condensando esos cien días, cada uno de ellos equivalente a un dibujo, en apenas un suspiro visual. También desde el recurso de la condensación, Cao Shu elabora un cortometraje con una premisa sencilla: One Minute Art History. Desafiando el propio principio ontológico tras la ilusión del cine, la persistencia retiniana, Shu hace chocar imágenes que emulan todo tipo de estéticas en torno a la historia del arte. Todas ellas, no obstante, respetan la acción subyacente que da unidad al corto: una persona que camina, se sienta, enciende un cigarrillo, se incorpora y mira hacia el exterior del plano, poniendo fin a una reflexión que parece preguntarse: ¿y ahora qué?

Peripheria

Peripheria

La ausencia de palabra libera la imagen, pero también libera al espectador. Y hay algunos cortometrajes que parecen tener muy presente esta idea, aprovechando precisamente esa sensación de pérdida que la falta de contexto puede generar, y planteando un descubrimiento de ese mundo ficticio a través de una imagen que no pretende decirlo todo, sino que nos dejemos llevar en ella. Algo de todo eso hay en Peripheria, donde David Coquard-Dassault dibuja un mundo desolado y decadente, que recorremos desde el punto de vista de unos perros callejeros. En ese deambular callado por el interior de un edificio abandonado en el extrarradio de lo que parece una ciudad fantasma, los canes son lo único vivo. Ante un mundo que sucumbe, su deambular repetitivo y sin destino es lo único que parece aspirar a un futuro, a la posibilidad de una ficción que lleve a algún lado. Con una historia mínima, reducida a las mismas ruinas en las que tiene lugar, y una puesta en escena que no es precisamente condescendiente con el espectador, Peripheria se alzó, entre otros, con el Premio del Público. Caminho dos gigantes, de Alois Di Leo, trabaja desde unas coordenadas similares: desde los ojos de una niña pequeña, una sencilla historia se despliega y acaba explorando toda una serie de resonancias en torno al ciclo de la vida, al destino y a la naturaleza. En el cortometraje de Di Leo destaca una estética exuberante donde el diseño de personajes en 2D se combina con un tratamiento cuidadísimo de las texturas y las distancias focales que consigue animar el aire, el polvo y la luz con una expresividad y una profundidad poco comunes. Por último, otra ficción que se apoya en el silencio y en la elocuencia de las reacciones de sus personajes es Moroshka, primer filme de Polina Minchenok donde una niña y un lobo acabarán haciendo amistad y compenetrándose frente a la furia del resto del pueblo, que teme a la bestia. Un cuento sencillo que parte de las esencias de la clásica Caperucita para llevarla a un horizonte más interesante, sin dejar de ser un relato infantil bello y fresco.

"Parade" de Satie

“Parade” de Satie

Por último, dos de los cortometrajes más fascinantes que encontré en el festival mezclan esta idea de la liberación de la palabra con la adaptación de obras previas: “Parade” de Satie de Koji Yamamura y Erlkönig de Georges Schwizgebel. En el primero, Yamamura construye todo un homenaje a Erik Satie, célebre y polémico compositor francés ligado al surrealismo, adaptando su Parade, un ballet que creó junto a Jean Cocteau, con la colaboración de Picasso en el vestuario. Me hubiera gustado ver este ballet tal y como fue representado en 1917, para poder compararlo con su recreación animada, que mezcla fragmentos de los ensayos de Satie con la música interpretada por la Willem Breuker Kollektief. El sonido en el filme adquiere una fisicidad que acaba traduciéndose en la animación, trazada a partir de líneas suaves y colores muy saturados, con formas que mutan y desfilan en la pantalla al compás del ballet.

Erlkönig

Erlkönig

Por su parte, en Erlkönig Shwizgebel adapta con pinturas acrílicas el poema homónimo de Goethe, en el que un niño enfermo parece percibir su propia muerte mientras su padre lo sostiene en sus brazos y cabalga en la noche en búsqueda de una cura que no llega. La música que Franz Schubert y Franz Liszt compusieron respectivamente para el poema sirve de estructura rítmica para un relato visual que, como el poema, dilata una acción trágica que es metonimia de la propia muerte del hijo: un padre que cabalga en medio de la noche, con su hijo en brazos, a pesar del destino inevitable que le espera. Una vez el argumento queda explicado con unas breves palabras de inicio, rodeadas de seis imágenes que muestran diferentes puntos de vista del hombre y el niño en su caballo, las figuras comienzan a cabalgar y esas imágenes se ponen en movimiento, uniéndose en una imagen mosaico que gira y se multiplica, creando una atmósfera febril y onírica que explora ese miedo del niño, unido a cierta fascinación, a cierto abandono febril que Goethe desarrolla en el poema a través del diálogo entre padre e hijo, y aquí se materializa en las visiones del niño que una y otra vez se confunden con un paisaje que parece engullirlos. La liquidez de la imagen animada mezcla las visiones del niño y la carrera desesperada del padre contra la muerte en un solo plano visual, confuso y aterrador, especialmente hacia el final cuando la imagen vuelve a multiplicarse y mutar una y otra vez hasta el aciago final. Como el propio Shwizgebel decía en el pasado festival de Locarno, se trata de “sustituir las palabras por las imágenes”. Puede parecer osado o estúpido adaptar un poema sin que un solo verso sea incluido en el filme pero, al fin y al cabo, ¿qué sentido tendría eso?

© Bruno Hachero, 2016.