Nuestras realidades presentes: la cuestión del canon cinematográfico

Escribo esta breve nota poco después de recibir en mi correo electrónico una petición para elegir las mejores y las peores películas del año que termina. Ya han llegado otras y vendrán más. Revistas en papel y on line, semanarios de información general y publicaciones especializadas… No importa en qué formato ni en qué soporte, la tradición permanece. Los cánones artísticos, tradicionalmente, respondían a dos requisitos fundamentales: la relación con una herencia previa y la búsqueda de una identidad. Por un lado, la creencia en que la tradición era garantía de saber y continuidad. Por otro, el convencimiento de que ese pasado mítico sancionaría la construcción de un perfil cultural que, a su vez, podría servir de modelo para futuras clasificaciones. Todo en orden, puesto que las Bellas Artes también respondían a un arquetipo de belleza y armonía que se perpetuó, en el ámbito occidental, desde el Renacimiento hasta el siglo XIX, con las lógicas revisiones periódicas. Poco antes del nacimiento del cine, parece ser que alrededor de 1873, Arhur Rimbaud escribió Una temporada en el infierno, que empezaba con una llamada a la destrucción de ese orden: “Senté a la Belleza en mis rodillas, y la encontré amarga, y la injurié…”
Esta blasfemia contra la apacible visión del arte que había construido la perspectiva burguesa sirvió a Arthur C. Danto, muchos años después, para caracterizar el arte contemporáneo como una entelequia que debía sustituir el rasero de lo bello por el de lo sublime. Cuando Rimbaud compone su poema en prosa, falta apenas un cuarto de siglo para que el cine haga su primera aparición en público. Cuando Danto lanza su sentencia a principios de este siglo, en El abuso de la belleza, muchos afirman que el arte de las imágenes en movimiento ya lleva años muerto y enterrado. En el lapso que va de uno a otro, las artes occidentales recorren un itinerario que las conduce de la legibilidad a la opacidad, pero también de la Gran Cultura a su fragmentación. Ahora mismo, la homologabilidad entre la tradición elitista y las expresiones culturales (o contraculturales, o subculturales) de raíz popular es cosa más que frecuente.


‘Vértigo. De entre los muertos’ de Alfred Hitchcock (1958)

¿De qué canon tenemos que hablar, entonces? Este mismo año, una manada de críticos internacionales ha vuelto a escoger las mejores cien películas de la historia del cine para la revista Sight and Sound. Una década antes, la ganadora fue Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), de Orson Welles. En 2012, la preferida ha sido Vértigo. De entre los muertos (Vertigo. 1958), de Alfred Hitchcock. La diferencia es sutil e insidiosa. Del objet d’art que fabricó un intelectual confeso con conciencia de estar dando forma a una obra maestra, a una simple película de género del llamado “mago del suspense”. Leo en Facebook las primeras manifestaciones de mis amistades virtuales y el rango es aún más cambiante. Para algunos, la mejor película de este año es Amor (Amour) de Michael Haneke. Para otros, The Master, de Paul Thomas Anderson. Para unos terceros, Tabú (Tabu), de Miguel Gomes. Para los que se sienten más allá de todo eso, L’Inconsolable, una pieza de 15 minutos de Jean-Marie Straub. Y para los que sentirían arcadas con solo oír ese nombre, la preferida es El hombre de las sombras (The Tall Man), una película de terror dirigida en Hollywood por el francés Pascal Laugier. Luego están los que pueden mezclar todas y cada una de ellas en la misma lista, y quienes podrían añadir Ted, una comedia grosera dirigida por Seth MacFarlane el creador de la serie de animación Padre de familia (Family guy, 1999-). En pocos años, pues, Haneke se ha convertido en el artista institucional del cine europeo, y el lugar transgresor que ocupaba ha sido invadido por Gomes, al tiempo que el cine americano que se reivindica puede dividirse entre ese objeto inclasificable que es The Master y esa brillante jugada en apariencia meramente comercial que podría ser Ted. Para regresar al principio, las tradiciones se disuelven, diluyen sus fronteras, mientras que las identidades culturales que deseamos construirnos son múltiples y variadas. Al mismo tiempo, una nueva cinefilia está llamando a las puertas de la crítica tradicional, y no sería de extrañar que en pocos años Gomes sustituyera a Haneke como arquetipo de la respetabilidad cinematográfica y Anderson pasara a formar parte de los Grandes Clásicos Americanos.


‘Ted’, de Seth MacFarlane (2012)

Si el cine sigue queriendo mantener su estatus entre las formas culturales contemporáneas, deberá otorgar más flexibilidad a esos conceptos de herencia e identidad. Deberá, en pocas palabras, ser más tolerante con sus seguidores. Pero ¿hasta dónde llegar en esa tolerancia? Entramos aquí en terreno peligroso, en borrascosas cuestiones de corrección política y artística, en lógicas democráticas cada vez más discutidas. Vayamos, pues, al grano: ¿cómo me pueden gustar a la vez, y en el mismo nivel, el cortometraje de Straub y la gamberrada de MacFarlane?
El cineasta Paul Schrader, en un artículo para Film Comment que tituló Canon Fodder (septiembre de 2006), defendía el carácter aristocrático de la noción de canon, casi como un Harold Bloom del cine, y a la vez proponía como vara de medir el concepto de originalidad. Una película digna de entrar en un canon debe ser original respecto a algo: el género en que se enmarca, la época que la ve nacer, las convenciones estéticas del momento…  Pues bien, tan original es Straub como McFarlane: mientras el primero sueña con un cine puro que restituya la materialidad del mundo, la palabra y la imagen, el segundo no tiene inconveniente en celebrar con gozo su bastardía, su condición heterodoxa respecto a la cultura dominante, por ejemplo al fragmento de Cesare Pavese reconstruido por Straub. En lugar de originalidad llámenlo transgresión, y verán que, en este sentido, las películas de Haneke son cada vez menos transgresoras, tanto respecto de sí mismas como del contexto en el que se producen, mientras que El hombre de las sombras puede resultar lo que en inglés se llama gráficamente a pain in the ass para ciertos degustadores del cine de terror clásico. Paradójicamente, la tolerancia tiene que ver con la transgresión, y el canon cinematográfico, tal como evoluciona ahora mismo el cine en todas sus manifestaciones, debe atender a esa voluntad de meter el dedo en el ojo. El hecho de que Vértigo haya sustituido a Ciudadano Kane en un canon respetable resulta sintomático de esa evolución. El hecho de que el cine culto y el cine popular convivan en una misma lista también, aunque igualmente habría que redefinir esos dos términos. El hecho de que los policías de uno y otro lado tuerzan el gesto ante esa promiscuidad tiene que ver con un rasgo del cine que todavía no se ha entendido lo suficiente: al contrario que la literatura o la pintura, el cine no es solo cine, sino un conglomerado de elementos que abarca tanto esas mismas formas como el modo en que se emite y se recibe el mejunje resultante. El cine es una cuestión de energía perdurable, y lo que llamamos “clásicos” son más bien torpedos que en su día utilizaron esa energía para distinguirse de la tranquilidad reinante, y que la siguen conservando a día de hoy.


‘L’inconsolable’, de Jean-Marie Straub (2011)

Por eso, mientras el deseo del crítico –el cine también sigue siendo una cuestión de deseo—se encamina hacia el canon del presente, incierto y cambiante, el deseo de quien mira hacia atrás para narrar el relato de lo sucedido –eso que llaman historia del cine— está destinado a escoger las películas que todavía pueden parangonarse con el impulso del cine actual, de su inacabable voluntad de ruptura, por inadvertida que pueda pasar. El cine, al fin y al cabo, siempre es una cuestión que se dirime en el presente, y si de algo nos debe servir el canon de Sight and Sound, o el que clausura el mencionado texto de Schrader, o el que desgrana Jonathan Rosenbaum en Essential Cinema. On the Necessity of Film Canons (2004), es para que esas películas manifiesten su contemporaneidad respecto a nosotros tal como somos y pensamos ahora. Si no lo logran, a ese canon le ocurre algo, por alguno de sus flancos pierde aire, de la misma forma que lo hacen las películas que nos miran con gesto altivo e intención renovadora para, en el fondo, convertirse al poco tiempo en parte de esas tendencias puramente formularias de las que también está repleto el cine de ahora.
De ahí se derivan las demás cuestiones espinosas relativas al canon: el olvido de las formas no narrativas, de las vanguardias, de las cinematografías periféricas… Aún no somos capaces de asumir esas transgresiones y, lo que es más importante, no nos vemos con fuerzas para integrarlas en el relato del cine convencional. Porque, entonces, a Straub y a McFarlane y a Anderson y a Gomes habría que añadir el nombre de Jean-Claude Rousseau, y el de James Benning, y el de F. J. Ossang, y el de… No es una cuestión de ecumenismo progrecinematográfico, sino de algo que ya va más allá de la transgresión y la tolerancia, ese aparente par de contrarios, e incluso de la condición de contemporaneidad. Pues la suma de todo eso, la esencia del canon fílmico actual es la esencia misma del cine, de la que otro día deberíamos hablar con calma: su asombrosa capacidad para convertir eso que nos obligan a admitir como realidad en un amasijo informe de múltiples realidades que se toleran entre sí, carcomen las convenciones como una red de células cancerosas y se detienen fugazmente ante nosotros para increparnos y desafiarnos. Para decirnos que nuestras convicciones no son ciertas, no existen, solo se van construyendo a medida que las imágenes en movimiento nos dejan bien claras las carencias de nuestra mirada y de nuestras formas de percepción, siempre inacabadas, siempre imperfectas. No es un aprendizaje continuo, sino un aviso: en cualquier momento, de repente, cualquier película puede cambiarlo todo, incluso el modo en que hemos visto todas las demás películas hasta ese instante.