Paisajes del cine español

La lista de las 50 mejores películas del cine español

01. Arrebato (Iván Zulueta, 1979)
02. El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
03. El desencanto (Jaime Chávarri, 1976)
04. Viridiana (Luis Buñuel, 1961)
05. El verdugo (Luis García Berlanga, 1964)
06. Campanadas a medianoche (Orson Welles,1965)
07. El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964)
08. La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)
09. El cochecito (Marco Ferreri, 1960)
10. El cebo (Es geschah am hellichten Tag, Ladislao Vajda, 1958)
11. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Pedro Almodóvar, 1985)
12. El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963)
13. Innisfree (José Luis Guerin, 1990)
14. Furtivos (José Luis Borau, 1975)
15. Las Hurdes (Tierra sin pan) (Luis Buñuel, 1933)
16. Tríptico elemental de España (Val del Omar, 1955-1961)
17. Calle mayor (Juan Antonio Bardem, 1956)
18. Plácido (Luis García Berlanga, 1961)
19. Vida en sombras (Llorenç Llobet-Gracia, 1948)
20. El sur (Víctor Erice, 1983)
21. Bilbao (Bigas Luna, 1978)
22. La vida en un hilo (Edgar Neville, 1945)
23. Cielo negro (Manuel Mur Oti, 1951)
24. La prima Angélica (Carlos Saura, 1974)
25. La aldea maldita (Florián Rey, 1930)
26. Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1988)
27. ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibález Serrador, 1975)
28. Mientras haya luz (Felipe Vega, 1987)
29. Vampir-cuadecuc (Pere Portabella, 1970)
30. Vacas (Julio Medem, 1992)
31. Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino, 1971)
32. Amantes (Vicente Aranda, 1991)
33. Los tarantos (Francisco Rovira Beleta, 1963)
34. El asesino de Pedralbes (Gonzalo Herralde, 1978)
35. La piel quemada (Josep Maria Forn, 1967)
36. Sierra de Teruel (André Malraux, 1939)
37. Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1972)
38. La semana del asesino (Eloy de la Iglesia, 1972)
39. Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951)
40. A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963)
41. Juguetes rotos (Manuel Summers, 1966)
42. Atraco a las 3 (José María Forqué, 1962)
43. El corazón del bosque (Manuel Gutiérrez Aragón, 1979)
44. Monos como Becky (Mones com la Becky, Joaquín Jordá y Núria Villazán, 1999)
45. Carta de amor de un asesino (Francisco Regueiro, 1972)
46. El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)
47. El cielo sube (Marc Recha, 1991)
48. In Memorian (Enrique Brasó, 1977)
49. El sexto sentido (Nemesio M. Sobrevila, 1929)
50. El otro barrio (Salvador García Ruiz, 2000)


 ‘Arrebato’, de Iván Zulueta (1979)

La lista de las 50 mejores películas del cine español que propone Rockdelux arranca con el nacimiento del cinematógrafo en España y concluye en el año 2000, a las puertas de un nuevo siglo que, por el momento, tiene en Alejandro Amenábar y Pedro Almódovar a sus paladines casi institucionales, vitoreados más como héroes mediáticos que como auténticos creadores de formas cinematográficas. Es una lista confeccionada desde un gusto plural que sin desterrar el componente histórico no hace de él una máxima.
 
Por ello no aparece reflejada ninguna película de la llamada Tercera Vía, aquellas comedias supuestamente aperturistas y con aspiraciones sociales auspiciadas por el productor José Luis Dibildos en los primeros setenta, cuyo alcance resulta hoy de lo más anecdótico. Tampoco está representado Jesús Franco, el único practicante convencido de los llamados géneros populares y del cine de serie B –o derivaciones progresivamente más baratas en lo económico–, ya que el interés de su obra reside en la globalidad de la misma más que en las características puntuales de una sola película.

Por el contrario, Eloy de la Iglesia encuentra un hueco entre los cincuenta títulos escogidos, con La semana del asesino (1972), dado el mayor espectro en lo social y lo cinematográfico que abarcó su obra: De la Iglesia practicó en su mejor momento un cine de género, comercial, popular, de conciencia política –dada su militancia comunista– y reivindicación homosexual; es decir, la simbiosis perfecta, aunque todos sus films sean vocacionalmente imperfectos, entre cine industrial y cine de autor en los últimos coletazos de la dictadura franquista.


 ‘La semana del asesino’, de Eloy de la Iglesia (1972)

La apuesta por lo anómalo

La película más antigua que aparece en esta colección de antologías tiene fecha de 1929 y título shyamalanesco: El sexto sentido, de Nemesio M. Sobrevila. Carlos Aguilar, en su Guía del vídeo-cine (Cátedra, 1986), define razonablemente este trabajo reflexivo sobre el propio lenguaje cinematográfico como un antecesor de Arrebato (1979), el film de Iván Zulueta. En ambos casos se trata de obras de características únicas producidas en una cinematografía muy poco permisible en cuanto a experimentos se refiere.

En este sentido, Rockdelux apuesta por dar cabida al mayor número posible de películas consideradas anómalas, limítrofes con las vanguardias europeas, que tienen aún más valor al surgir en una industria fílmica más propensa a la castración artística que a la libertad expresiva. Son films que acuñan el prestigio parcial –ya que cuentan también con el rechazo– desde el mismo momento de su nacimiento, fruto de épocas distintas e intereses diversos: Tríptico elemental de España (1955-1961), del inclasificable José Val del Omar; Vampir-Cuadecuc (1970), la experiencia más arriesgada en lo metalingüístico de Pere Portabella y quizá la película más interesante de las surgidas de la Escuela de Barcelona; Innisfree (1990), de José Luis Guerin, apogeo y conciencia de una nueva forma de plantear el documental; El cielo sube (1991), una subversión del relato cinematográfico que supuso el debut en formato largo de Marc Recha, y Monos como Becky (Mones com la Becky, 1999), cruce de falso documental y lobotomía fílmica realizado por otro miembro de la Escuela de Barcelona, Joaquín Jordá.


 ‘Acariño galaico (de barro)’, de José Val Del Omar (1961)

Pasado y presente del documental
Si algo caracteriza al cine español de los últimos años, además del éxito de los citados Amenábar y Almodóvar, del fenómeno Santiago Segura y de la proliferación de películas de terror adolescente inspiradas en el modelo estadounidense, es la supuesta normalización de la práctica del cine documental. Este fenómeno discutible, ya que el grueso de estos productos está pensado en términos absolutamente televisivos, parece que sea una novedad, pero el cine español ha tenido desde siempre muy buenos cultivadores del género. Por ejemplo, El desencanto (1976) de Jaime Chávarri, despiadado retrato de la descomposición de una familia burguesa cuyos ecos han cruzado el Atlántico para instalarse nada indisimuladamente en las imágenes de la reciente Capturing The Friedmans (2003) de Andrew Jarecki.

No termina aquí la apuesta reivindicativa por el documental de auténtica creación, entendiendo el término como halago y no como marca de fábrica. Ahí está Las Hurdes (Tierra sin pan) (1933) de Luis Buñuel, que no deja de ser el primer falso documental de la historia, aunque sobre eso debería debatirse mucho y no es éste el espacio. Sólo apuntar que uno de los padres del documentalismo cinematográfico, Robert J. Flaherty, ensayó una y otra vez las tomas verdaderas de su seminal Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922), por lo que la captura de la realidad instantánea, tal como se produce, debe ponerse siempre en tela de juicio.

También aparecen en la lista Juguetes rotos (1966), Canciones para después de una guerra (1971) y El asesino de Pedralbes (1978), de Manuel Summers, Basilio Martín Patino y Gonzalo Herralde, respectivamente, así como las ya mencionadas Innisfree y Monos como Becky y además Sierra de Teruel (1939), de André Malraux, un alegato antifranquista rodado en plena Guerra Civil española que bebe del neorrealismo y tiene la fuerza épica de los mejores documentales soviéticos. El cine documental español es mucho más plural e inventivo que muchos de sus géneros codificados.


 ‘Las Hurdes (Tierra sin pan)’, de Luis Buñuel (1933).

El cine coproducido
Algún lector se preguntará por la ausencia de algún spaghetti-western financiado con capital español, francés, italiano y alemán. Los títulos más significativos, que no son otros que los dirigidos por Sergio Leone a mediados de los sesenta, Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), son coproducciones donde intervinieron compañías españolas de manera decisiva. Pero la paternidad absoluta de estos films, si reconocemos a Leone como un renovador del western, tiene inequívoco acento italiano con reconocidas influencias fordianas.

El tema de las coproducciones en listas de estas características acostumbra a ser espinoso, y más en el momento actual, donde el cine europeo elimina las fronteras para hacer estéril frente común a la hegemonía de Hollywood: películas parcialmente españolas son las cuatro últimas de Ken Loach y alguna que otra de Alain Tanner, ya que cuentan con Gerardo Herrero como coproductor y, de hecho, aparecen en los listados de la producción anual confeccionados por el Ministerio de Cultura. Sin embargo, entre las mejores películas según Rockdelux aparecen dos títulos financiados a medias por compañías españolas y suizas, Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles y El cebo (Es geschah am hellichten Tag, 1958) de Ladislao Vajda.

La razón de su inclusión no obedece sólo a sus cualidades artísticas. La adaptación de varias piezas de Shakespeare emprendida por Welles contó con la inestimable ayuda en lo financiero y lo moral del productor español Emiliano Piedra. Se rodó en España y sabida es la fascinación que la cultura española en general, de San Fermín al mito quijotesco, ejerció en Welles. Su carácter apátrida hace que la mayoría de sus películas no pertenezcan a una nacionalidad concreta, sino a la propia geografía wellesiana, pero Campanadas a medianoche, siendo una adaptación del bardo inglés, es una película anímicamente muy española.

Lo mismo puede decirse de El cebo. Este thriller tenso y siniestro fue filmado en escenarios suizos y la mayoría de sus actores son de origen alemán, pero se gestó en España de la mano de un realizador húngaro, Ladislao Vajda, quien dio lo mejor de sí mismo durante su larga estancia en nuestro cine. Vajda acabó siendo tan español como Luis Buñuel terminó siendo tan mejicano o francés.


 ‘El cebo’, de Ladislao Vajda (1958).

Los que no pueden faltar
La referencia al director de Calanda nos lleva al lugar común, a aquellos cineastas y aquellas películas que no pueden faltar. Su inclusión es previsible y obligada: son los títulos que la gente espera que salgan y sabe que van a salir. Además, pertenecen a los directores con derecho a repetir dado el carácter pletórico de su obra. De dos en dos: Las Hurdes (Tierra sin pan) y Viridiana (1960) de Buñuel, El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983) de Víctor Erice, El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964) de Fernando Fernán-Gómez, Plácido (1961) y El verdugo (1964) de Luis García Berlanga, y La torre de los siete jorobados (1944) y La vida en un hilo (1945) de Edgar Neville. El clasicismo se impone, ya que todos estos directores, incluido el más reciente, Erice, lo son.

Pero tan clásicos son determinados cineastas como determinados géneros. Atraco a las 3 (1962) de José María Forqué –mejor vista hoy que entonces–, A tiro limpio (1963) de Francisco Pérez-Dolz y Cielo negro (1951) de Manuel Mur Oti, definen perfectamente la tradición de la comedia –sin el costumbrismo ácido de Berlanga–, el policíaco y el melodrama, respectivamente, cuando el cine español era una industria y no una suma dispersa de productores e inversores, situación que generó igualmente una modélica simbiosis entre las artes populares, flamenco y cine, en Los Tarantos (1963) de Francisco Rovira Beleta.


 ‘Furtivos’, de José Luis Borau (1975)
 
Y tan importantes como los artesanos y los autores son los francotiradores para dinamizar el conjunto: Lorenzo Llobet-Gracia y su Vida en sombras (1948), Marco Ferreri y El cochecito (1960), José Luis Borau con Furtivos (1975), el primer Bigas Luna de Bilbao (1978), Felipe Vega con Mientras haya luz (1987) y el Julio Medem de Vacas (1992), entre otros. Tampoco ellos podían faltar.