Recuerdos de Rambla de Catalunya, 10
L’expresident Carlos Losilla recorda, des d’una vessant molt humana i personal, els seus inicis a l’ACCEC, la seva etapa com a cap de la junta, i el mode com ha anat canviant el cinema mentre ell, irremeiablement, s’ha anat fent gran.
Nunca he sido partidario de los gremios, las asociaciones, las reuniones de antiguos alumnos o las juntas de vecinos. En mi infancia no existían ni el Club Super 3 ni el Carnet Jove, con lo que los niños y adolescentes campábamos a nuestras anchas por calles y avenidas, jugando con balones inverosímiles o molestándonos unos a otros. Sin embargo, cuando su actual presidente, José Enrique Monterde, me llevó por primera vez a una asamblea de la ACCEC, allá en 1993, mis temores se disiparon. Allí nadie disimulaba que aquello era una conspiración, como los miembros de la mafia que se reunían en ‘El Padrino’. ¿Y contra qué se conspiraba? Contra el aburrimiento, contra el tedio, contra el cine malo, contra el vecino de asiento, contra la anterior junta directiva, contra la junta directiva que se presentaba como candidata, contra los que querían presentarse al puesto de presidentes teniendo más o menos nuestra edad y contra los que deseaban hacerlo siendo más jóvenes. Aquello era la vida en estado puro, con sus envidias y sus luchas. Y sin mala fe, pues todos nos conocíamos y, al salir del local de Rambla de Catalunya, nos reuníamos de verdad, esta vez en torno a una cerveza, y comentábamos los últimos estrenos, que era lo que de hecho nos interesaba. Lo otro, las actas y las votaciones, las actividades y las reuniones, era secundario. De hecho, yo solo podía respetar a José Luis Guarner, que fue el primer presidente de la asociación y a quien yo leía desde pequeño con reverencial respeto. A los demás, a José Enrique y a Esteve Riambau, a Quim Casas y a Salvador Montalt, a Àngel Quintana y a Josep Torrell, empezaba a apreciarlos y a quererlos. Luego quise mucho a Guarner y respeté a los demás. A mí mismo, nunca me respeté ni me quise, por mucho que ingresara primero en la asociación, luego en la junta directiva. Siempre me consideré un intruso que no tenía habilidad política ni organizativa para llegar a presidente, cosa que, de manera increíble e inopinada, llegué a ser. Sin embargo, mientras estuve allí los demás me empujaron y agobiaron lo suficiente como para que obtuviera algunos acuerdos con el Festival de Sitges (nacía Seven Chances), con la Filmoteca de Catalunya (nacían las mesas redondas en torno a ciclos) e incluso con la FNAC (nacía nuestra proyección pública, como la de Jesucristo, más allá de las catacumbas, por poco que durara).
Algo más debí de hacer, no lo recuerdo. Me gustaban especialmente los discursos de Monterde, siempre airados, o los monosílabos de Torrell, con los que podía zanjar para siempre un asunto a priori particularmente delicado. Y me gustaba que algunos clamaran desde fuera por su poca participación en la vida de la asociación. Eso quería decir que estábamos vivos, que toda aquella locura servía para algo. Quiero decir, que si alguien ansiaba estar en mi lugar era porque ese lugar tenía un cierto sentido, y eso me confortaba, pues nunca había creído que nada de lo que yo hiciera pudiera tener sentido. Y me gustaba también que otras asociaciones nos jalearan o abroncaran. Tenía su gracia, pues todo el mundo creía que aquello era el poder, y ya se sabe que el poder tiene su erótica. Pero ¿el poder? ¿A qué parcelas de poder podíamos aspirar formando parte de la junta directiva de una asociación que apenas se podía mantener con las cuotas de los socios y una ayuda de la Generalitat, institución de la que por otra parte nos olvidábamos durante buena parte del año, hasta que volvían a darnos la siguiente subvención? Si el poder significaba asistir a una de las mesas redondas de la Filmoteca y luego pagar una cena en Los Inmortales a los integrantes, entonces sí, teníamos poder. Eran tiempos en que participar en este tipo de actos no solo era retribuido, sino también agasajado. Eran tiempos en que los críticos y escritores cinematográficos tenían ese tipo de pequeños placeres y privilegios por su trabajo.
Esos tiempos se han ido para siempre y los jóvenes que nos sustituyen (Eulàlia Iglèsias, Violeta Kovacsics, Covadonga de la Cuesta G. Lahera, Gerard Alonso…), algunos de los cuales han sido alumnos nuestros en la Universidad, no pueden disfrutar de esas muestras de respeto. Tampoco parece importarles mucho, son más frugales que nosotros y están acostumbrados a las privaciones. Les gusta trabajar por la causa. A mí también me gustaba, pero por un plato de pasta fresca de vez en cuando. Dejémoslo, pues todos hemos perseguido siempre lo mismo, comida italiana aparte: que el cine formara parte del tejido cultural de esta ciudad y de las demás ciudades catalanas, en la medida de lo posible. Incluso ese ámbito geográfico podíamos saltárnoslo, pues con el tiempo amigos y colegas de otras partes del Estado vinieron a engrosar nuestras filas. Ya éramos catalanes internacionales. ¿Y el cine? Ah, el cine. La cosa consistía básicamente en que nos gustaran las películas que no gustaban a la gente normal, al espectador o al cinéfilo apasionado. Me llamarán elitista, pero el método acabó funcionando. A fuerza de rechazar lo banal, estudiábamos intensamente otros tipos de cine y descubríamos que allí estaba el secreto: de Richard Fleischer a Apichatpong, de YasujiroOzu a Gus van Sant. Y luego descubres los hilos secretos que los unen, y empiezas a establecer asociaciones. Y después vuelves al cine “banal” y te das cuenta de que no es tan banal, de que gracias al “otro” cine ya lo entiendes mejor. Eso era posible gracias a conversaciones, a discusiones, a los amigos que venían de fuera para que les rebatiéramos lo que llevaban años analizando, pobres. Era como regresar a los primeros tiempos de nuestra cinefilia, cuando contábamos películas a nuestros compañeros de colegio a la hora del patio. Eso era lo que más me gustaba y de lo que más aprendí. Quizá fuera más importante mi gestión, mis gestiones, lo que aprendía de instituciones y festivales, de universidades y gerifaltes. Pero eso lo he olvidado, en ocasiones afortunadamente. El cine, no.
Ahora parece que el cine se muere, pero no en el modo trágico que profetizaron algunos en los setenta, sino de verdad, todo mucho más prosaico: cierran salas, no se ruedan películas… Pero llega otra cosa, no sé muy bien qué. Las películas que realmente importan se “estrenan” en circuitos alternativos, y ya no duran semanas en cartel, sino días, a lo sumo. O nos llega un correo electrónico y nos dice que la podemos ver on line. Y luego aparecen en nuestras listas de las mejores del año. Ese es el cine que importa ahora, ese es el que hay que defender, porque el otro, el que merece la pena de ese otro, ya se defiende por sí mismo. Y espero que eso se haga desde la asociación, diría incluso que sea su principal labor. Yo, de estar ahí, me seguiría sintiendo mejor en ese terreno que discutiendo presupuestos con el tesorero. Sobre todo porque ahora el presupuesto es tan raquítico que no sé de qué habréis de discutir. Mejor una cerveza, o dos, y hablar de cine. Bueno, haced lo que queráis, que yo ya no soy quién…
Cómo pasa el tiempo.