“Mauro” se hace con el premio FIPRESCI en Bafici

MAURO: LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

Mauro es una película sobre la clase obrera, pero no en el sentido de la clase obrera asalariada tradicional que puede ser objeto de atención en el cine social europeo, sino de otro tipo de clase obrera que, con sus continuos trapicheos, bascula entre la legalidad y la ilegalidad. Sospecho que el modo de vida basado en el día a día y en la economía sumergida que retrata esta película argentina va a ser entendido mucho mejor en el sur que en el norte de Europa.
Al Mauro del título, interpretado por Mauro Martínez, sin que se sepa muy bien donde empieza y dónde acaba el personaje y el actor, lo vemos al principio de la película trabajando en una carpintería o herrería, también realizando múltiples chapuzas, desde arreglar la conexión de un televisor a echar una mano a un amigo músico. Entre medías, la película parece prestar especial atención a las compras y consumiciones que Mauro realiza. Los billetes circulan constantemente, como si la película de Hernán Roselli naciese de la necesidad de ilustrar a esa pregunta tan común en la Argentina de hoy en día: “¿Más chico no tenés?”

Pronto sabremos que Mauro es un “pasador”, alguien que se dedica a poner en circulación billetes falsos, entregando billetes de alta denominación (falsos) y recogiendo el cambio en billetes legales. Mauro parece estar al servicio de un misterioso personaje, un taxista, pero este trabajo tiene tanta importancia para él como sus otros “laburos”. O al menos en un principio Roselli parece concederle idéntico interés. En realidad lo que Roselli nos retrata es todo un submundo, el de una comunidad muy concreta del sur del Gran Buenos Aires, que tendría sus propias reglas, económicas y morales. Una comunidad retratada a través de Mario, su pareja Paula y sus amigos, Luis y Marcela, y centrada en sus quehaceres cotidianos.

Esta cotidianeidad se expresa todavía de una forma más fehaciente cuando Mauro y Luis emprenden la iniciativa y dejan de pasar billetes falsos para convertirse ellos mismos en auténticos falsificadores. En casa de Luis montan su pequeño taller de serigrafía y es entonces cuando Roselli los filma diseñando sus billetes con el photoshop de la misma forma que los filma en la cocina o preparando un asado: cocinar o preparar la pasta para el papel de los billetes exige la misma dedicación, a los ejecutantes y a quién los filma. Es más, las propias conversaciones entre los personajes en unos casos y en otros tratan por igual temas intrascendentes, comentan anécdotas, etc.

El tono con el que se filman unas escenas y otras es indistinguible, no hay mayor énfasis en cómo Roselli filma un concierto de metal, un partido de fútbol o una escena de sexo que en cómo filma la subtrama criminal. En realidad está parece enterrada en un conjunto que, al no definir en su apelación a lo cotidiano los límites entre documental y ficción (por más que sabemos que estamos ante una ficción), nos recuerda tanto al Lisandro Alonso de La libertad. Vemos a Mauro consumir drogas, intuimos que hay algo más en la relación entre Mauro, Luis y Marcela, algo que convierte a Paula en una intrusa, el desencadenante del fracaso y la ruptura del equilibrio anterior, pero apenas se puede hablar de una relación de causa-efecto que module la trama, mucho menos que la defina en un plano moral.

Como sea, nada hace perder a Mauro su equilibrio, su confianza en las elipsis, esa que consigue resumir en tres planos el inicio de la relación entre el protagonista y su novia (cómo se conocen en la barra de un bar, el primer beso sentados en una mesa, la llave de la habitación de un hotel) o que resuelve con tanta elegancia como maestría el fracaso del ambicioso proyecto de Mauro y Luis: el encontronazo con el taxista, las dos parejas en el teatro, el taller de falsificación reventado y la pelea entre las dos mujeres, para culminar con el viaje en autobús de Mauro y Paula y, literalmente, la desaparición de ésta.

Se diría que este es el final de la película, pero, como ya decía, Mauro no es la historia de una empresa de falsificación de billetes, sino más bien el retrato de un personaje y de todo aquello que tiene que hacer para sobrevivir. Entonces, Mauro y Mauro siguen, aún durante bastantes minutos, ya sea con trabajos en un geriátrico o realizando más chapuzas, hasta que acaba en otra imprenta de falsificación. Si toda película narra un proceso de aprendizaje, el itinerario que describe Mauro es el que media entre la fabricación artesanal y la producción en cadena, entre un billete de 20 pesos y uno de 100 dólares. Quizás para entonces sí podamos hablar ya de una clase obrera asalariada.

Si exceptuamos unos extraños interludios compuestos por viejas grabaciones en Súper 8 y la voz de Mauro hablando de sueños, pesadillas o recuerdos, toda la película está presidida por una concepción de la puesta en escena muy bressoniana, por más que esta deba ser la película más discretamente bressoniana que uno pueda imaginarse, una película que no hace gala de la influencia del director de El dinero y que no lo convierte en dogma de fe. Se puede decir que Mauro es bressoniana como consecuencia de todo un proceso de depuración y porque Hernán Roselli ha llegado a la conclusión de que esta era la puesta en escena que más convenía a su historia. Pero por eso mismo resultan tan importantes esos interludios, aunque solo sean para romper esa unidad de tono, para advertirnos que Mauro es una película mucho más compleja de lo que pudiera parecer.

Jaime Pena