Participación de la ACCEC en el jurado FIPRESCI del Festival de Estambul

20.000 DAYS ON EARTH, de Jane Pollard y Iain Forsyth

20.000 Days On Earth es un documental musical en tanto que su sujeto de estudio es Nick Cave –para quien necesite más señas, uno de los compositores de más talento y de los intérpretes más increíblemente carismáticos de la historia de la música popular–, que al menos en parte se construye a partir de interacciones entre ese sujeto y gente que efectivamente forma parte de su vida, y que incluye respuestas sinceras a preguntas pertinentes. Ahora bien, no es ni una retrospectiva de esos 30 años de carrera al frente de bandas como Birthday Party, The Bad Seeds o Grinderman; ni una película-concierto, ni el tipo de panegírica combinación de imágenes de archivo y bustos parlantes que la serie Behind The Music de VH1 convirtió en estereotipo a evitar. Es otra cosa.

Se trata de una cautivadora visita al interior de un músico que medita sobre su vida, el sentido de su arte y del arte en su conjunto y, sobre todo, la tarea de componer: se trata, asegura Cave en una escena mientras garabatea distraído en un cuaderno, de una cuestión de contrapunto; buscar elementos que se echen chispas el uno al otro, “como dejar a un niño en la misma habitación con un psicópata mongol”.

Pero, ¿cómo plasmar en imágenes procesos esencialmente interiorizados? La respuesta de los directores Jane Pollard y Iain Forsyth es elaborar una película que juega a asemejarse a una canción que lucha por encontrar su forma final. De modo similar al que, con severidad oracular y cadencia de predicador, Cave ha cantado melodías intoxicadas de melancolía y fatalidad y aire noir sobre las almas perdidas que habitan en los clubes de striptease, aquí se propone diseccionar a ese yo imposible compuesto a partes iguales de hombre, artista y mito.

Para ello, Pollard y Forsyth sitúan a Cave en su día número 20.000 en la Tierra, aunque por supuesto no aspiran a recrear esas 24 horas tal y como realmente transcurrieron. La suya es más bien una estrategia impresionista, basada en yuxtaposiciones de imágenes y temas y anécdotas que, en cualquier caso, lo contextualizan todo, o casi, acerca de la cosmovisión de Cave y el universo mitológico que crea en sus canciones. Vemos al músico escribiendo y grabando canciones de su reciente álbum Push the Sky Away, o interpretándolas en actuaciones en vivo tanto más emocionantes por su escasez; lo cazamos mientras picotea pizza con sus hijos gemelos frente al televisor, viendo Scarface, o comiendo anguilas en casa de su colaborador Warren Ellis mientras recuerdan, a través de una historia que incluye champán, cocaína y salchichas, el poder casi divino que Nina Simone ejercía sobre su público.

Quizá el segmento más revelador es una larga entrevista con un psicoanalista, que otorga al documental una honda dimensión psicológica de la manera más pura posible, en la que Cave habla de forma reveladora acerca de sus primeras experiencias sexuales, su padre –que murió cuando él era todavía joven–, sus años enganchado a la heroína y algunos de sus tormentos: “Mi mayor temor es perder mis recuerdos, porque los recuerdos son lo que somos”, confiesa. Y, de hecho, 20.000 Days On Earth funciona también como una especie de metafórico paseo por el carril de la memoria, de forma especialmente conmovedora durante sucesivas charlas fantasmagóricas que Cave mantiene con compañeros de viaje como Kylie Minogue –con quien cantó a dúo el hit Where the Wild Roses Grow (1996)— o Blixa Bargeld, el que fuera durante mucho tiempo guitarrista de los Bad Seeds, que discute con Cave –al parecer por primera vez— los motivos de su abrupta marcha del grupo.

¿Son esos momentos genuinos? Las situaciones están sin duda guionizadas, pero las respuestas no lo están. Aun así, ¿cuánta verdad puede esperarse de una película cuyo sujeto de estudio ejerce también de narrador, y de maestro de ceremonias y quizás también de titiritero? 20.000 Days On Earth no es exactamente un documental revelador, al menos en tanto que no revela nada que Cave no quiera revelado. Pero en todo caso su enfoque medio ficcional está al perfecto servicio de un artista en permanente proceso de configurar y reconfigurar su propia imagen. Todo en Nick Cave es construcción: los trajes de Savile Row, la joyería, el perfil gótico y el pelo color negro betún, la pomposidad que abandera sobre el escenario y que, en la película, manifiesta al relatar cómo un Dios en el que no cree cobra vida en sus composiciones, o al rememorar un concierto de Birthday Party durante el que una “persona alemana” orinó sobre el bajista Tracey Pew como si de la reconstrucción de un crimen se tratara. Hay, por supuesto, mucho de deliberada autoparodia en esa pose, y son momentos como esa escena en la que se describe a sí mismo como “una especie de bastardo ostentoso” lo que previene a la película de caer en terrenos masturbatorios.

Al final todo cuanto se nos ofrece aquí es actuación, sí, pero como cualquier buen concierto deja claro la interpretación también puede ser un acto de expresión honesto y profundo. En última instancia, el artificio les sirve a Pollard y Forsyth no solo para crear una película poética, provocativa y cautivadora, sino para acceder a la mente y el alma de un creador con más autenticidad y trascendencia que la cualquier documental al uso podría aspirar a lograr.

Nando Salvá