Atlantide, de Yuri Ancarani, Premi de la Crítica al D’A Film Fest 2022

En l’edició que fa dotze del D’A Film Fest, el Jurat de la Crítica-ACCEC format pels socis Aaron Cabañas, Marta Piñol i Pep Armengol ha concedit el premi a la millor pel·lícula de la secció Talents a Atlantide, de Yuri Ancarani.

Venecia sumergida

El cine, desde sus orígenes, ha inmortalizado grandes urbes como postales en movimiento, en algunas ocasiones como meros decorados de lujo, otras transformando estos espacios en un elemento dramático más. Así, Venecia ha sido parte consustancial de no pocos filmes, retratada con luminosidad unas veces y con melancolía e, incluso, tenebrismo, en otras: la monumental y primigenia El puente de los suspiros (Domenico Gaido, 1921), la visión glamurosa eurocentrista de Locuras de Verano (Summertime, David Lean, 1955), la comedia post-neorrealista Venezia, la luna e tu (Dino Risi, 1958), o las autorías con mayúsculas de Visconti (Morte a Venezia, 1971) y Fellini (Il Casanova, 1976) son claros ejemplos de ello.

Atlantide (Yuri Ancarani, 2021) también está ubicada en Venecia, y su flotante plano inicial -un travelling sobre las aguas calmas de la isla de Sant’Erasmo- nos descubre estas localizaciones en las que se desarrollará la trama como si esta fuese un paraíso en la Tierra. Aunque tal paraíso no existe para sus residentes, expulsados de un edén gentrificado y desterrados sin remedio hacia los márgenes de un territorio capitalista cuya lógica de mercado es acoger al dinero, no a las personas. Para quien sí existe tal paraíso, claro está, es para sus habituales turistas, que se bañan en sus aguas cristalinas, lo transitan en sus barcos de recreo (atención a la secuencia en la que un transatlántico inmenso parece engullir todo a su paso, como si de un monstruo gigante se tratase) o se acumulan en tumbonas hacinadas en la arena como sardinas en lata. Es en esos márgenes naturales, casi imposibles de habitar y que los turistas desechan -la cara oculta de Venecia, podríamos decir- dónde se juntan los jóvenes lugareños entorno a este ecosistema tan particular que ellos mismos denominan la isla del desierto -“Límite de zona sagrada y de oración”, como reza un viejo cartel descolorido-, cuyas dos únicas carreteras (una de tierra y otra de asfalto) conducen al vertedero, en una desafortunada metáfora sobre la falta de alternativas para sus inciertos futuros. En ese espacio, a la vez desangelado y limítrofe, se reúnen varios grupos de adolescentes sin oficio ni beneficio que comparten como única forma de vida y ocio conducir lanchas a motor (sus “barchinos”) a toda velocidad por las lagunas de la isla como si fuesen cadillacs sobre las carreteras de Los Ángeles, en una suerte de carreras ilegales en versión acuática. Uno de estos jóvenes es Daniele, taciturno y ensimismado, un rebelde sin causa en clave náutica, acompañado de su novia (primero Bianka, más tarde reemplazada por Maila), que quiere cumplir el sueño de competir con su embarcación en Venecia.

Yuri Ancarani, director italiano formado originalmente en el campo del vídeo-arte pero curtido hasta la fecha únicamente en el terreno del documental, arranca esta primera incursión en la ficción sin despegarse apenas del registro hiperrealista. Las primeras secuencias de Atlantide así lo atestiguan, pues transpiran veracidad, ingenuidad, inmediatez. La cámara habita intermitentemente entre los turistas que se tuestan al sol -de los que rápidamente huye-, y los adolescentes que conducen las barcas, de quienes prácticamente no se separa, dejándose permear por sus vidas, anhelos y problemas. Es de esta manera como, progresivamente y de forma casi imperceptible, con una naturalidad apabullante, se van construyendo los personajes y se va abriendo paso a la narración, tejiendo la trama, dejándonos entrever una historia mucho más poliédrica de lo que a priori pudiera prejuzgarse, en la que se confrontan temas personales como el ascenso social y la falta de perspectivas de futuro con otros de carácter transversal, como la gentrificación o la desigualdad entre clases sociales.

Amparándose en su habitual estilo visual preciosista y, en ocasiones, hipnótico, Ancarani nos muestra un ecosistema fascinante por desconocido, y compone una arriesgada película llena de matices y contrastes: la tonalidad desenfadada inicial de un film sobre y para adolescentes deja paso a la gravedad y el empaque de la crítica social más descarnada de la segunda mitad del film; los días en la laguna, ligeros, calurosos y tranquilos -mucho más presentes al inicio-, van dejando paso a medida que avanza el metraje a las noches, frenéticas, opresivas y lúgubres. Así, el director italiano acaba pasando de largo por las carreras de lanchas y se deja embelesar por los ambientes que transita su protagonista, Daniele, todo un mártir de extrarradio, en su particular Via Crucis por la noche veneciana: luces de neón y videoclips de trap para una juventud que navega sin rumbo y hacia la deriva. El trayecto de Daniele terminará en muerte y santificación, en una tragedia operística, en una secuencia onírica y fantasmal en forma de viaje trascendental alucinado a través de los canales de Venecia, delatando la formación como video-artista de su director. Las olas, con la subida de la marea nocturna, desbordan los canales y engullen los edificios monumentales venecianos en una visión poéticamente alegórica del hundimiento de nuestra sociedad, de las ruinas de la civilización. Esa es la auténtica Venecia, nos avisaba desde el principio el título del film, el epítome de la Atlántida de nuestros días.